Por primera vez, como adulta y como periodista, experimento el miedo de hablar con libertad, temo por mi seres queridos, por todes les periodistes que siguen creyendo que fiscalizar al poder es un deber.
No nací con la libertad de poder expresarme sin miedo. A principios de la década de 1980 hacerlo solo era un sueño. Tuvieron que pasar 12 años de guerra y 75 mil muertos para que por fin las persona en El Salvador pudiéramos hablar, opinar, leer, escribir, publicar sin miedo a ser perseguidas.
Crecí en un país de esperanza, me hice adulta pensando que había todo por hacer, y que era posible lograr un lugar mejor para todes porque se podía criticar, señalar, exigir en voz alta y sin miedo. Pero también fui testigo de una democracia que nunca alcanzó para todes, de cómo las élites económicas y políticas - las viejas y las nuevas - ocuparon su poder para beneficio de pocos, de la profunda decepción y desencanto de las mayorías ante las desigualdades.
Apenas treinta años después de la firma de la esperanza hemos vuelto a la locura del autoritarismo. En una noche, la del 1 de mayo de 2021, lo que quedaba del sistema democrático salvadoreño fue destruido. Esta vez con las herramientas propias de la democracia, por un parlamento hecho a medida y bajo las órdenes directas del poder ejecutivo.
Por primera vez, como adulta y como periodista, experimento el miedo de hablar con libertad, temo por mi seres queridos, por todes les periodistes que siguen creyendo que fiscalizar al poder es un deber. Sé que mi derecho fundamental a expresarse ya no existe en El Salvador. Pero eso no significa que nos quedaremos callades. No hemos renunciado a nuestro derecho de hablar, ni lo haremos.