La política fiscal es una herramienta utilizada por los gobernantes para generar diferentes efectos en la economía de un país. Por un lado, busca la estabilidad macroeconómica a través del uso del sistema tributario y del gasto público con la finalidad de suavizar los efectos de los ciclos económicos sobre la población. Al mismo tiempo, es capaz de mejorar las disparidades sociales y económicas, como la pobreza, la exclusión y la desigualdad; así como de proveer el acceso a bienes públicos necesarios para el desarrollo de la población, como hospitales y escuelas.
Otra herramienta de las que dispone un Gobierno para procurar su estabilidad macroeconómica es la política monetaria. Sin embargo, en El Salvador, la efectividad, la independencia y la flexibilidad de una política monetaria se perdió tras el proceso de dolarización de 2001. En consecuencia, el Gobierno no solo perdió la capacidad de gestionar la masa monetaria y la posibilidad de ejercer control sobre las tasas de interés, sino también de ejercer una política cambiaria, lo que a su vez limitó las posibilidades de incidir en las fluctuaciones económicas.
Por tanto, en materia económica, El Salvador tiene un margen de maniobra muy limitado. Mayor razón para centrar la discusión y el debate en las reformas a la política fiscal y el manejo de sus principales instrumentos de acción: impuestos, gasto público y deuda pública.
La política fiscal imperante en El Salvador no es reciente en absoluto, más bien se remonta a la implementación de los programas de ajuste estructural de corte neoliberal recetados por el binomio Fondo Monetario Internacional-Banco Mundial, y puestos en marcha durante la administración del expresidente Alfredo Cristiani (1989-1994). Dichos programas consistieron, entre otras medidas, en la racionalización del gasto público y en la reducción y eliminación de la mayoría de impuestos (como el que tasaba al patrimonio, por mencionar un ejemplo), dándole protagonismo a un único impuesto: el impuesto al valor agregado (IVA). El objetivo no era solo incrementar la recaudación tributaria, reducir el déficit fiscal y mejorar las finanzas de las empresas públicas no financieras, sino también alcanzar el tan anhelado crecimiento económico que beneficiaría, tarde o temprano, a todos los segmentos de la población.
Hoy, a 30 años de su implementación, sabemos que dichos objetivos no se alcanzaron. Ninguno de los seis presidentes en esas tres décadas impulsó reformas o ajustes que atacaran el problema fiscal a largo plazo. En consecuencia, el efecto “rebalse” de bienestar que prometieron dichas políticas nunca permeó a los segmentos más excluidos de la población; por el contrario, ha beneficiado a un grupo reducido que ostenta el poder económico.
En este contexto, la nueva administración del presidente Bukele tiene mucho trabajo por hacer en materia fiscal. El margen de maniobra es, sin duda, estrecho y complejo, pero aún existen ciertas medidas que, de ser implementadas, mejorarían las inequidades existentes y que como ciudadanos deberíamos de exigir.
Pero, ¿qué es lo que tenemos que exigir?
En materia impositiva, el Plan Cuscatlán expresa su afinidad con una política tributaria progresiva y equitativa. Inclusive plantea la adopción del impuesto predial y el IVA diferenciado, que suenan muy prometedores, pero que conllevan factores de economía política y de capacidad institucional que pueden limitar las posibilidades de implementación y de alcance de las mismas; consideraciones que el citado plan de campaña no especifican cómo serán resueltas.
Lo mínimo a exigir en materia impositiva es una estructura tributaria equitativa que permita ingresos sostenibles en el tiempo, esto se desvincula totalmente con la implementación o extensión de más impuestos indirectos o al consumo, como el aumento del IVA. Más bien, un buen inicio sería mejorar el marco legal del Impuesto Sobre la Renta (ISR), el cual puede generar ingresos sostenibles a la recaudación debido al vínculo directo con el ingreso de las personas o las ganancias de las empresas.
Por su parte, el IVA no genera ingresos sostenibles en el tiempo por estar asociado al consumo fluctuante de las personas, sobre todo si este se basa en ingresos por remesas familiares. Asimismo, el carácter progresivo del ISR -tasar más a los que tienen más y viceversa- mejorará la desigualdad en el ingreso y aportará a la justicia tributaria.
Por tanto, un primer paso a exigir a la nueva administración debería ser eliminar todos los elementos que minan las potencialidades del ISR. Por ejemplo: el trato diferenciado de los ingresos por salario y los ingresos provenientes de activos financieros, lo que hace que la carga del ISR recaiga sobre los asalariados. Otro acierto sería la ampliación de la universalidad del impuesto, tanto a los ingresos obtenidos dentro del territorio nacional como fuera de él, y la revisión del número de exenciones y deducciones que minan la base gravable del impuesto.
Si la nueva administración tuviera voluntad, podría hacer uso pleno e inmediato de sus facultades de fiscalización para reducir el monto por evasión fiscal e impulsar reformas a la ley para atacar vacíos que permiten la elusión fiscal. ¿Por qué es necesario exigir esto? El 75 % de los ingresos totales del gobierno central dependen de los montos recaudados; es decir, no existen otras fuentes significativas de ingresos, lo que obliga a la administración Bukele a diseñar y ejecutar mecanismos efectivos para alcanzar un alto nivel de recaudación de forma equitativa.
Lo anterior toma relevancia si se consideran las promesas de campaña descritas en el Plan Cuscatlán, como la ejecución de 36 500 obras en cinco años o el aumento progresivo del gasto público en salud al 5 % del PIB, por mencionar algunas.
La pregunta lógica -y válida- es: ¿cómo se financiarán esas iniciativas?, sobre todo si partimos de la realidad: El Salvador es un país con números rojos. En 2018, el déficit fiscal fue del 1.1 % del PIB y la deuda pública total alcanza ya un 74 % del PIB, según datos del Banco Central de Reserva. Lo mínimo, pues, además de exigir una respuesta, es demandar una planificación a largo plazo del gasto público de forma sostenible.
Son más que necesarias las políticas y programas sociales que mejoren las disparidades. Cobran relevancia en un país donde el 30% de su población vive en situación de pobreza y donde el 46 % del ingreso total es concentrado por el 20 % de la población más rica, según datos de la Encuesta de Hogares con Propósitos Múltiples de 2017. Sin embargo, es casi imposible poner en marcha estas medidas cuando, en ese mismo año, el aporte del gasto público al pago de intereses alcanzó un 14 % del total, superior al monto destinado para la inversión en capital, como la construcción de hospitales, escuelas u obras públicas (11.5 % del total) y los montos destinados para subsidios o transferencias en especie y en efectivo (11.4 % del total).
Aun así, no son viables la aplicación de más políticas de “austeridad”, enfocadas -erróneamente- a la reducción progresiva del gasto en inversión en capital sin el freno al siempre creciente gasto de consumo final, específicamente al relacionado con el pago de sueldos y salarios por parte del gobierno central, que abarca casi el 45 % del gasto total.
Pareciera que el pago de la deuda en El Salvador se ha convertido en el mecanismo de redistribución por excelencia. Por un lado, los ingresos recaudados se destinan en buen porcentaje al manejo de esta y, por otro, reduce los espacios para mejorar los problemas sociales, como la pobreza y la exclusión. Por tanto, el buen manejo de la deuda sería algo necesario e inmediato de pedir al nuevo Gobierno, lo que implica, entre otras medidas, una verdadera reforma de pensiones, cuyo pago en la actualidad ha llegado a representar un 26 % del total adeudado.
No cabe duda de que urgen políticas fiscales incluyentes y sostenibles. No se puede pensar en un gasto público social si no se tienen los recursos para financiarlo, y más aún cuando la aplicación efectiva de los impuestos grava en menor medida a aquellos que pueden pagar más. Por tanto, deberíamos ordenarle al gobierno de turno la implementación de políticas fiscales sostenibles que ataquen las desigualdades del país. Lo mismo de siempre ya no es válido ni viable.
Columna de opinión de Catalina Galdámez, publicada en el periódico El Faro.