A un año del inicio de las protestas contra el gobierno de Daniel Ortega, las autoridades sandinistas se esfuerzan por presentar un país al que ha vuelto la calma y la normalidad. La realidad es muy distinta: en Nicaragua nada es normal.
La procesión del Silencio salió de la parroquia de San Miguel Arcángel, de Masaya, poco después de la puesta del averno sol de abril. Cientos de personas, veladora en mano, iniciaron la marcha hacia el centro de esta ciudad aguerrida, una de las más convulsionadas y heridas por la represión contra las protestas ciudadanas en Nicaragua. Una pequeña banda musical abrió el camino de la procesión, seguida por una docena de adolescentes de la cofradía guiando al cristo con su cruz. Hasta allí, todo normal.
Atrás, el párroco Edwin Román, extendiendo una bandera nicaragüense. Rodeándolo marchaban las siluetas alumbradas por doscientas veladoras. En cada una de las luces un nombre escrito acompañado de una cruz o de la palabra Libertad.
Dos velas por cada uno de los 36 muertos que Masaya aporta a la lista de caídos durante la revuelta; también dos velas por cada uno de los ochenta locales presos aún en las cárceles del régimen. La procesión convertida en protesta.
La Semana Santa de este año ha coincidido con el primer aniversario de la revuelta estudiantil que desató la crisis que todos conocemos, con casi 400 muertos, 700 presos políticos y decenas de miles de exiliados y desplazados. Un año después de aquella primera protesta, ningún especial en periódicos o televisión ha sido capaz de resumir lo que ha sucedido en Nicaragua desde entonces como este compendio del dolor.
Al llegar a la esquina del mercado central, la banda dobla por una calle lateral hacia la izquierda. Los cófrades llaman a los músicos y les informan que hay un cambio en el recorrido original. Seguirán de largo hasta pasar frente a la delegación policial. Así hacen: Pasean los nombres de los muertos y los detenidos frente a la policía, a la que señalan como responsable de esas víctimas. La procesión se detiene frente a la delegación policial. La protesta convertida en desafío. Pero hoy, cosa rara, no hay policías en las calles. Ahora sí: la procesión gira a la izquierda, por la calle lateral, e inicia el retorno al templo.
“Masaya tiene muchas sorpresas”, me dijo dos días antes el párroco Edwin Román en la sala de su casa parroquial, en la que mantiene un retrato de monseñor Romero. “La gente no está vencida. Está prudente. En la noche tiran bombas de contacto para decir: estamos vivos”.
El sacerdote Edwin Román suele decir, sacando pecho, que él es más sandinista que todos los sandinistas juntos. Su argumento es irrebatible: Su abuela era hermana de Augusto César Sandino, legendario opositor a la ocupación estadounidense, fusilado por el dictador Anastasio Somoza y convertido en ícono de la revolución que derrocó a la dinastía Somoza en 1979.
Conocí al padre Edwin, como todos lo llaman aquí, en junio del año pasado, cuando la ciudad estaba cerrada por trincheras levantadas por los pobladores y decenas de encapuchados controlaban todos los accesos. Aquellos días, el sacerdote había improvisado una pequeña clínica móvil en el garaje de la casa parroquial. Jóvenes recién estrenados como paramédicos atendían a heridos según las instrucciones de dos médicos voluntarios. El hospital estatal se negó a atender a heridos opositores y la única alternativa era la cochera del padre Edwin. El pequeño hospital de campaña de la iglesia de San Miguel salvó muchas vidas. Mientras los heridos eran atendidos, el sacerdote recorría las calles de Masaya, rescataba a policías al borde del linchamiento popular y los entregaba en el cuartel local. Cuando podía, los cambiaba por los jóvenes detenidos que aún se encontraban en la delegación. Lo hacía acompañado por defensores de derechos humanos y trabajadores sociales.
Hoy todos se han ido, presos o al exilio. Ya solo queda este cura. Lejos de los focos de la Conferencia Episcopal, continúa su labor cada vez menos discreta. Hace dos semanas, durante una homilía dominical, preguntó a los fieles qué encontraría Jesús si viniera hoy mismo a Nicaragua. Encontraría, les adelantó la respuesta, cientos de muertos, de presos políticos, de exiliados. Encontraría un país desangrado y que no goza de libertad.
Pocos minutos después recibió un mensaje anónimo en su whatsapp:
Vos hijueputa cerote como son de mierda y se llaman sacerdotes mas bien deberían llamarse cerotes. Respeta la semana santa Mierda
Cuando me mostró el mensaje le pregunté si había respondido algo. El padre Edwin sonrió entrecerrando los ojos, sonrojado, y me dijo que sí como lo dicen los niños que acaban de colocar una sorpresa en la mochila de un compañero. Me mostró su teléfono: Su respuesta era un meme de un sapo llorando (En Nicaragua, los opositores a Ortega llaman sapos a los sandinistas). Si a él no lo han detenido, dice, es porque el gobierno teme que se levante Masaya.
A un año del inicio de la revuelta nicaragüense, como lo ha sido durante toda la crisis, Nicaragua presenta dos versiones distintas: por un lado, la de la golpeada oposición que exige la salida de un gobierno que ha copado todas las instituciones del estado y que ha reprimido a sus opositores, no solo con los cuerpos policiales sino con un ejército de paramilitares controlados por el Estado.
Por el otro, la de un sandinismo que se proclama amenazado por el gran capital y los intereses estadounidenses, que ha pasado un año defendiéndose de la intentona golpista en la que los grandes poderes han involucrado a los estudiantes.
Sofocada en julio pasado la revuelta en las calles y la toma de carreteras, el gobierno ha emprendido una campaña nacional e internacional buscando el retorno de turistas e inversores.
Desde sus medios de comunicación proyecta la imagen de paz y tranquilidad. Nicaragua, dice el discurso oficial, ha vuelto a la normalidad. A las vacaciones de la semana santa. A la promoción de las playas y de los tours nocturnos al volcán en erupción, al ecoturismo. A lo de todas las semanas santas. Nor-ma-li-dad.
Hace un mes, después de que el gobierno se comprometiera a garantizar el derecho a la protesta, miles de nicaragüenses regresaron a las calles. A protestar. Entre banderas nacionales y pancartas con reivindicaciones políticas, desfiló una que simplemente decía, en mayúsculas: NADA ESTÁ NORMAL. Si antes las tomas de calles o universidades desafiaban el control territorial del gobierno, esta pancarta desafiaba el discurso oficial. Nada está normal. Pocos minutos después, un pistolero abrió fuego contra los manifestantes. Tres personas resultaron heridas.
La normalidad en Nicaragua es sujeto de discusión atrincherada. No es una discusión semántica, sino esencialmente política.
Los almacenes reabiertos y las plazas con familias y las procesiones son la parte más inmediatamente visible de un país que se convulsiona por abajo del espejismo de la normalidad.
Como las trampas de los cazadores del bosque, debajo del suelo cubierto por ramas aparentemente normales hay hoyos negros. Por todos lados. Se requiere prestar mayor atención para entender esta nueva y extraña normalidad.
El martes 16 de abril visitamos León porque nos dijeron que la misa previa a la procesión de San Pedro tendría como invitado especial al nuncio Waldemar Sommertag, un hombre cuestionado por los opositores al gobierno debido a la tibieza de sus críticas hacia la represión orteguista. El nuncio no llegó.
En la plaza central, frente a la entrada de Catedral, vendedores ofrecían artesanías y dulces a familias de turistas que comienzan a regresar al país. Los cafés que rodean la plaza estaban abiertos, disparando desde el techo vapor de agua para hacer más soportable el calor seco, infernal de abril. La normalidad, pues.
Desde la escalinata de la catedral, mi colega Fred Ramos tomó una foto de un policía de espaldas, viendo la plaza. En cuestión de segundos, un hombre portando un casco de motociclista se acercó al policía, que de inmediato increpó a Fred. Preguntó por qué tomaba fotos y mi colega le dijo que era una plaza pública. Fin del asunto. Pocos minutos más tarde la procesión salió por una de las puertas laterales del templo. Adelante una banda estudiantil desentonada marcaba el paso. Caminamos junto a la procesión, seguidos de cerca por el hombre de la moto. Justo al pasar frente al local del Frente Sandinista dos hombres cruzaron la calle hacia donde estábamos. Hablaron con el de la moto. Se pusieron al lado nuestro. Nos tomaron fotos descaradamente. La procesión siguió su vuelta hasta reingresar a la iglesia. Nosotros nos fuimos, adivinando con la discreción posible si alguien nos seguía. Atrás dejamos la versión leonesa del estado parapolicial.
A la mañana siguiente, 17 de abril, las principales avenidas de Managua amanecieron fuertemente custodiadas por policías de tránsito y antidisturbios. La oposición autodenominada Unidad Azul y Blanco, que incluye a ciudadanos de sectores campesinos, organizaciones de la sociedad civil, profesionales y estudiantes, mantenían el llamado a marchar ese día en conmemoración del primer aniversario de las protestas. No hubo marcha. Apenas lo que en este país llaman piquetes: pequeñas y rápidas protestas, 20 personas nomás, que se presentan en un lugar público, sacan banderas nicaragüenses, gritan un par de consignas y se retiran o son apresados.
Dirigentes empresariales y estudiantiles convocaron a la prensa para un piquete a la una de la tarde. En Nicaragua, los periodistas que no pertenecen a los medios orteguistas suelen reunirse antes en algún lugar para viajar juntos, en caravana, al evento que van a cubrir. Lo hacen para protegerse, para visibilizarse, para amortiguar los riesgos de ataques. Una treintena de periodistas nos reunimos en la recepción del hotel Intercontinental y mientras acordábamos la ruta y la distribución en varios vehículos, un joven discretamente comenzó a fotografiarnos. Cuando lo descubrimos, llamó por teléfono y se fue. Pocos minutos después una pareja joven llegó en moto a la entrada del hotel. Cruzaron la puerta, sacaron sus teléfonos y nos fotografiaron a todos. “Es normal”, me dijo un colega. “Esto pasa siempre. Nos acosan y asedian. Mantenernos juntos ayuda a protegernos. Así llegan, en motos, vestidos de civil”. Es normal. Eso dijo el colega.
Nos fuimos todos, en caravana, hacia el estacionamiento de una pequeña plaza comercial. Llegamos casi al mismo tiempo que los piqueteros. Pocos minutos después, la calle estaba cerrada por cientos de policías antidisturbios que nos rodearon y más de treinta vehículos policiales, con las sirenas encendidas, desfilaron y se estacionaron frente a la plaza. Cientos de policías para rodear a unas 40 personas desarmadas. En medio de aquel cerco, varias motocicletas ingresaron hasta la acera de enfrente y sus conductores sacaron sus teléfonos. Más fotos de todos nosotros. Los policías permanecieron en formación, sin dejarnos salir, durante un par de horas. Después se retiraron con la misma premura, en los treinta vehículos.
En tanto, en otros piquetes realizados en varios puntos de la capital, las autoridades detuvieron a más de 60 personas. La mayoría por delitos tan graves como agitar la bandera nacional nicaragüense, símbolo de la oposición a Ortega.
Al final de ese día, en los medios orteguistas se informaba que el crucero Island Princess había atracado en San Juan de Sur con más de 3 mil turistas y que la misma cantidad de gente ingresó el día anterior por el aeropuerto Sandino de la capital. Ha vuelto la paz y la capacidad de disfrutar de la semana santa.
Si uno pregunta a comerciantes, a taxistas, a dueños de restaurantes, la cosa ciertamente está más tranquila. Ya no hay tranques, ni tantos muertos, ni protestas masivas. Nicaragua aún no está normal, dicen casi todos, pero poco a poco vuelve la calma.
Fui a la sede policial en Masaya y vi a una docena de personas hacer fila para pagar multas de tránsito; para preguntar por un pariente detenido borracho la víspera o solventar algún trámite. Nada extraordinario. Nada digno de mención. Tan normal como la gente que transita en las calles o los hombres que juegan ajedrez en el parque a la sombra de un almendro. La pura y llana cotidianidad.
Hace diez meses las multas de tránsito no existían porque no había tránsito en Masaya. Cerrada por varias barricadas, apenas circulaban motos de manifestantes con lanzamorteros por sus lastimadas calles sin reglamento ni nadie que lo aplicara. Este cuartel de la policía estaba sitiado por jóvenes encapuchados que acusaban al comisionado a cargo, Ramón Avellán, de la represión y muerte de varios jóvenes opositores al gobierno. Las calles eran un paisaje lunar de baches porque sus adoquines habían sido utilizados para levantar las barricadas. Todo trámite -obtener una licencia de conducir, una partida de nacimiento, portar documento de identidad o asentar en el registro civil una boda- parecía absurdo aquellos días, como si la ciudad hubiera entrado a otra dimensión en la que las cosas de la vida diaria no tuvieran sentido.
El mercado de artesanías, corazón de la vida turística de Masaya, estaba cerrado después de que un incendio en medio de los enfrentamientos quemara parte del edificio y tampoco había turistas compradores. Ante la ausencia de autoridades estatales, los vecinos se organizaron para vigilar sus calles y alimentar a los jóvenes que administraban tranques y barricadas. En plena fiebre de desobediencia civil, Masaya se declaró territorio liberado y no sujeto a las leyes dictadas desde los poderes del Estado nicaragüense, controlados todos por el presidente Daniel Ortega.
Hoy las calles han recuperado sus adoquines y el mercado ha vuelto a abrir sus puertas. Y los bancos y las ventas de comida y la cerrajería de don Efraín justo frente al mercado, cerrada en junio pasado por falta de clientes y exceso de pólvora, vidrios, balas y gases lacrimógenos.
Un par de turistas vestidos de verano y mochila a la espalda compraban artesanías de barro y madera o hamacas para llevar de recuerdo. Les pregunté qué les parecía la ciudad y dijeron que todo muy bonito, pero muy caliente. Pero era apenas un par de turistas.
Masaya es el espejo de todo el país.
Ruth Matutes pasa su prisión domiciliar en la casa de la familia de su esposo, en Monimbó, el barrio indígena de Masaya. Es una casa tradicional monimboseña, con patio al centro con piso de tierra y la construcción, precaria, alrededor. La familia se ha dedicado a la fabricación de pólvora y su suegro fue combatiente revolucionario cuando los sandinistas se alzaron para derrocar al dictador Anastasio Somoza. A ella y a su marido los capturaron en octubre pasado y los acusaron de ser cabecillas de una banda y proveer pólvora para la fabricación de morteros que sirvieron de munición a los chavalos que cuidaban los tranques en Masaya.
Ruth se ríe cuando le pregunto si es cabecilla de una banda. Le parece una acusación ridícula. Lo de la pólvora, en cambio… no lo confiesa, pero tampoco lo niega. Al fin y al cabo a eso se han dedicado por generaciones, a fabricar pólvora. Tiene una cicatriz bajo el hombro izquierdo, porque Ruth, que no ha cumplido aún los 30 años, lleva un marcapasos para seguir viva y por falta de atención estuvo al borde de la muerte durante su encarcelamiento. La pareja fue excarcelada, junto a doscientos presos políticos, durante la segunda ronda de la mesa de diálogo entre el gobierno y la Alianza Cívica. “A nosotros nos denunció mi vecino”, dice. “Ese que vive enfrente”. Le pregunto cómo se puede vivir con un vecino que la envió a la cárcel, y cuánto cree que tarden en reconciliarse. Ella dice que lo entiende, que sabe que en esa familia varios necesitan estar bien con el gobierno porque trabajan en instituciones del Estado y para eso hay que tener no solo carné de membresía en el Frente Sandinista sino también fidelidad.
En la Nicaragua actual, la de la normalidad, en casi todas las poblaciones hay rencillas entre vecinos y unos se vigilan a otros. Los sapos a los vandálicos y los vandálicos a los sapos. Si esta crisis terminara mañana con algún acuerdo, con la convocatoria a elecciones o con la renuncia del presidente Daniel Ortega, los problemas debajo de las ramas tardarán más en resolverse. Estos: los de las acusaciones entre vecinos, los de las agresiones locales, los de la intolerancia que ha desatado este año más que ningún otro. Los de vecinos menos comprensibles que Ruth Matutes, vecinos que matan a sus vecinos o que han jurado vengarse de sus vecinos cuando salgan de la cárcel, cuando caiga el gobierno, cuando regresen del exilio. Los que han vivido, al fin y al cabo, durante generaciones de nicaragüenses divididos por coyunturas históricas, por dictaduras, por ocupaciones.
Si Ruth Matutes y su esposo están en casa por cárcel, a su cuñado lo fueron a detener la misma mañana que hablé con ella. ¿El delito? Haber construido la carroza de una procesión con los colores azul y blanco de la bandera. Otros vecinos rodearon a la patrulla y evitaron la detención. El cuñado huyó de inmediato. Lo denunció otro vecino. “No fue el de enfrente -explica Ruth Matutes- porque a ese ya le dije que ya nos hizo suficiente daño y él está de acuerdo. El de hoy fue un sapo que vive en la esquina”.
En la Nicaragua de la normalidad, la bandera sandinista ha sustituido a la bandera nacional y la oposición surgida de las protestas de hace un año, que se hace llamar genéricamente Unidad Azul y Blanco, se ha apropiado de la bandera nicaragüense. Agitar el lábaro patrio en la calle es suficiente para ser detenido. Y docenas de personas han sido detenidas por ese simple acto.
Solo el pasado 17 de abril, casi 70 personas fueron detenidas en Managua por reunirse en piquetes, extender banderas nacionales y gritar consignas a favor de la liberación de los presos o repetir el grito de la revolución sandinista: “¡Viva Nicaragua Libre!”
Esta es parte de la normalidad en Nicaragua un año después del inicio de las protestas. Normal como paramilitares en motos o camionetas que acompañan los operativos policiales; normal como llegar a las oficinas de la revista Confidencial y encontrarse con una línea amarilla policial y tres policías armados adentro del edificio en vez de periodistas; normal como que 70 periodistas estén exiliados ya; normal como los miles de desempleados consecuencia de la crisis económica que venden queso en las calles o ayudan en algún negocito familiar de subsistencia. Normal como los casi cien mil nicaragüenses que se han marchado al exilio y los otros tantos que en desplazamientos internos han dejado sus hogares por amenazas de vecinos o temor a capturas; normal como cantar el himno nacional a manera de protesta o como que en las instituciones del estado cuelguen las banderas de un partido: el FSLN.
“El discurso de la normalidad es muy dañino”, dice Yaritza Mairena, una líder estudiantil recientemente excarcelada después de siete meses en prisión, que aún no ha recibido condena. “Aquí nada está normal”. Ella pertenece a la generación cuyas vidas cambiaron radicalmente en dos días: el 18 y el 19 de abril de 2018. A partir de entonces han vivido en el intento de construir una nueva normalidad. No parecen estar cerca de conseguirlo. “Hemos sacrificado mucho, ¿pero a cambio de qué? Queremos que (Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo) se vayan ya, pero eso no ha pasado”.
El 19 de abril las avenidas de Managua amanecieron con un nuevo y masivo despliegue policial. La procesión del vía Crucis, tradicionalmente acompañada por miles de capitalinos y encabezada por el cardenal Leopoldo Brenes, corría el riesgo de convertirse este año en una manifestación política. En una protesta. Miles se unieron a la procesión. Muchos vestidos de azul y blanco, algunos portando banderas o globos del mismo color y otros más cruces con los nombres de algunos de los muertos. Una treintena de jóvenes llevaron a cabo un piquete en la rotonda Rubén Darío, al paso de la procesión, y la pintaron con consignas como Libertad a los Presos Políticos, Movimiento 19 de Abril o Viva Nicaragua Libre. Cuando la procesión llegó a Catedral, algunos chavalos encapuchados arrojaron piedras contra los agentes policiales, que respondieron con aturdidoras y disparos. Nadie murió.
Los jóvenes encapuchados quedaron atrapados durante algunas horas en la catedral, rodeados de cientos de policías en todo el perímetro. El padre rector del templo, Luis Herrera, les dijo que el nuncio estaba consiguiendo buses para evacuarlos, y que él garantizaba su seguridad. “No creemos en el nuncio”, respondió uno. Otro explicó que si se subían a los buses la policía los iba a seguir y capturar después. Que ya los tenían fichados. “Todos tenemos miedo y todos estamos fichados en este país”, les respondió el sacerdote. Una respuesta tan franca como ineficiente. Nadie aceptó el acuerdo de los buses. En vez de eso, consiguieron irse discretamente, de a pocos en algunos vehículos. Cuando lograron salir, la rotonda Rubén Darío ya había sido completamente pintada de blanco por empleados municipales. La protesta convertida en efímera por la imposición oficial de la normalidad.
El principal periódico oficialista no mencionó nada ni del despliegue policial ni de la procesión ni de los enfrentamientos. Ni de que ese día, un año antes, habían caído los primeros muertos en las protestas. Destacó, en cambio, la celebración de un evento en el Paseo de los Estudiantes, llamado Summerfest. “Música electrónica a cargo de los mejores DJ de Managua, luces, danza con fuego y un bikini open”. Alegría. Diversión. Todo normal.