Al cruzar el umbral de sus primeros 100 días la rebelión cívica que exige el fin de la dictadura familiar de Daniel Ortega y Rosario Murillo, Nicaragua vive momentos de profundo dolor y desgarramiento, y al mismo tiempo se aferra a la esperanza de un cambio democrático con justicia.
El desenlace y sus plazos resultan impredecibles, pues aún son objeto de disputa en una enconada batalla política. Para Ortega, ubicado en la cúspide de la ola represiva, su único término de salida es 2021, al concluir su período presidencial; para el pueblo que sigue protestando en las calles, a pesar de la escalada de terror paramilitar, la salida es mañana y empieza con su renuncia a la presidencia.
Nunca ha estado tan cerca la posibilidad de un cambio verdadero en este país, tan distinto al que era antes del 18 de abril. Después de once años de dictadura institucional, amparada en un pacto con los grandes empresarios, sin democracia, ni transparencia, la irrupción desde debajo de la nueva fuerza de los “autoconvocados” ha puesto en jaque al régimen de Ortega al abrir el camino inédito de una insurrección cívica, que está plagado de incertidumbre. Para los que militamos en la lucha contra la dictadura militar dinástica de los Somoza, el objetivo final entonces era la toma del poder con el derrocamiento de la dictadura y la Guardia Nacional, que se logró con el triunfo de las guerrillas del FSLN el 19 de julio de 1979; la nueva revolución pacífica, en cambio, no se propone el asalto al Búnker de El Carmen, sino lograr el cese de la represión –ese momento en que los que disparan contra el pueblo se rehúsan a seguir matando–, para dar paso a reformas políticas en una negociación que culmine con elecciones libres en el plazo más corto posible.
El costo humanitario de este grito de libertad ha sido monumental, casi intolerable: más de 300 muertos, 2000 heridos, más de 400 presos políticos, y una emigración masiva de familias. La matanza, que se ha se ha prolongado ya por más de tres meses, también ha reducido los tiempos políticos para la permanencia de Ortega en el poder de forma irreversible. Cada día que pasa, sin justicia para las víctimas y sin castigo a los asesinos, se acorta su tiempo para poder gobernar, manteniendo algún grado de convivencia ciudadana. Tras el baño de sangre, documentado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, los grandes empresarios que eran partidarios de mantener el statu quo y el secretario general de la OEA, Luis Almagro, han advertido, con el apoyo de 21 naciones del continente, la inviabilidad de que Ortega pueda mantenerse en el poder hasta 2021. Lo que está en debate son los términos en que pueden llevarse a cabo elecciones anticipadas, con o sin Ortega en la presidencia, y cuál será el alcance de las reformas políticas que necesariamente deben preceder a esa elección.
Paradójicamente, Ortega luce más fuerte ahora que al inicio de las protestas, mientras la rebelión cívica atraviesa un momento de reflujo. El caudillo lanzó una ofensiva militar similar a la “operación limpieza” de Somoza durante la insurrección armada de 1978, y una a una, atacó las barricadas en el suroriente, occidente, norte, y centro del país, hasta arrasar con la Universidad Nacional Autónoma en Managua, y finalmente ocupó Masaya y el emblemático barrio indígena de Monimbó. Ganó una batalla militar contra un ejército inexistente de ciudadanos que resistieron con morteros caseros y armas hechizas, y después se replegaron para evitar una masacre mayor. Ortega recuperó el control de ciudades y carreteras, imponiendo una fuerza militar de ocupación, pero perdió la batalla política más importante sobre las mentes y los corazones de un pueblo que, liberado del miedo, le arrebató las calles y ahora demanda que sea procesado ante la justicia internacional por crímenes de lesa humanidad. El siguiente paso de su estrategia ha sido una cacería, casa por casa, de los activistas y líderes de la protesta, con detenciones masivas y procesos de judicialización contra centenares de acusados por “terrorismo” y “golpismo”, que en su cálculo político representan una valiosa carta de negociación a futuro para lograr una amnistía en beneficio propio y de los suyos.
Conocido por su pragmatismo, no se puede descartar que Ortega también se esté preparando para acudir a una negociación en las condiciones más favorables para él. La subida de parada incluye un ataque virulento contra los obispos de la Conferencia Episcopal de la Iglesia católica –la institución más creíble y respetada del país–, a los que pretende desplazar de su papel como mediadores en el Diálogo Nacional, después de que él mismo los solicitó al inicio de la crisis. Ortega apuesta sustituirlos con el Secretario del Sistema de Integración Centroamericana (SICA), su socio político el guatemalteco Vinicio Cerezo –aunque los presidentes de la región no le han otorgado aún ningún mandato– y de paso integrar al Diálogo Nacional a otro de sus antiguos compadres políticos, el Partido Liberal Constitucionalista del corrupto expresidente Arnoldo Alemán. En cualquier caso, un eventual diálogo o negociación, mediatizando o anulando el rol de los obispos como testigos y mediadores, simplemente no gozaría de ninguna aprobación y credibilidad entre la población, para avalar una solución política.
En consecuencia, la permanencia de Ortega en el poder solo puede prolongarse a punta de más represión, a costa de la pérdida de más vidas humanas y del acelerado deterioro de la economía por el desplome de la inversión privada, mientras los organismos multilaterales se debaten entre seguir desembolsando los créditos pactados, o hacerse eco de la condena mundial ante una dictadura sanguinaria.
En realidad, Ortega ya empezó a “gobernar desde abajo”, como en 1990, cuando entregó la presidencia al perder las elecciones ante la candidata de la Unión Nacional Opositora (UNO), mi madre Violeta Barrios de Chamorro, solo que ahora lo hace a costa de la institucionalidad de su propio régimen. La estrategia que promueve el caos y el chantaje, con la toma de fincas y propiedades privadas de los empresarios que lo adversan, comenzó cuando desplegó las bandas paramilitares como su guardia pretoriana, a contrapelo del Ejército de Nicaragua, que, según la Constitución, no puede permitir la existencia de otros grupos armados al margen de la ley. Estas bandas paramilitares representan el mayor peligro para la seguridad y estabilidad futura de Nicaragua y la región, de forma que su desarme y desmantelamiento, junto con la reforma electoral, son condiciones sine qua non para avanzar hacia una transición democrática pacífica.
En la acera de enfrente, una alianza inusitada conformada por estudiantes universitarios, cámaras empresariales, el movimiento campesino, y la sociedad civil democrática, desafía a la dictadura con marchas multitudinarias, paros generales, y desobediencia civil. Esta alianza multiclasista ya puede exhibir el logro extraordinario de haber puesto en la agenda nacional e internacional, el imperativo de la democratización y la justicia. El proyecto de una dictadura dinástica en Nicaragua está muerto y enterrado. Sin embargo, para doblegar la estrategia de terror de Ortega, la Alianza Cívica debe primero transformarse en una verdadera coalición política capaz de convocar a una unidad nacional aún más amplia, para resistir y conducir una batalla polìtica prolongada. Su tarea más urgente es demostrar que la salida de Ortega de la presidencia, no generará un vacío de poder, y que existen mecanismos institucionales, incluso respetando la Constitución del régimen, para garantizar una sucesión pacífica y legal para dirigir el proceso de transición sin Ortega, pues su permanencia en el poder equivale a más caos, inestabilidad y colapso económico.
Una genuina revolución pacífica solo puede triunfar ante un régimen de fuerza, si se mantiene la presión de la rebelión cívica al máximo nivel, en sincronía con una mayor solidaridad internacional y una acción multitaleral, incluyendo sanciones políticas y económicas efectivas, como las que se dispone a contemplar el Consejo Permanente de la OEA la próxima semana, que conduzcan al aislamiento total de la dictadura. La presión internacional al máximo, con la presión cívica nacional al tope, nunca una separada de la otra. Por ello resulta imprescindible la reorganización de la Alianza Cívica, la Articulación de Movimientos Sociales, y las fuerzas políticas democráticas, como una sola coalición con capacidad para diseñar la transición y estrategias de lucha cívica, con una conducción política ejecutiva.
Llegado ese punto de no retorno, en el que mayores niveles de represión del régimen se tornan intolerables para la existencia misma de la nación, el Ejército de Nicaragua tendrá que escoger entre sus lealtades personales y partidarias y sus intereses institucionales y nacionales. Un dilema complejo para la cúpula militar, pero determinante para ahorrarle al país más dolor y derramamiento de sangre.
*Carlos Fernando Chamorro es director del periódico Confidencial de Nicaragua. Este artículo, publicado por El Faro apareció publicado originalmente en Confidencial.