El Acuerdo de Escazú representa una oportunidad sin precedentes para América Latina y el Caribe de avanzar hacia una gobernanza ambiental justa y equitativa, en una región donde los y las defensoras ambientales enfrentan amenazas constantes, este acuerdo no solo garantiza los derechos de acceso a la información, participación y justicia, sino que también protege a quienes arriesgan sus vidas para salvaguardar nuestros bienes comunes y el bienestar de sus comunidades. La ratificación y el cumplimiento efectivo de Escazú por parte de todos los países de la región es un paso esencial hacia la construcción de sociedades que valoren el derecho a un ambiente sano y la dignidad de su población.
Defender el territorio-tierra, una condena de muerte en América Latina.
América Latina es actualmente la región más peligrosa del mundo para quienes defienden el medio ambiente. Según el informe de Global Witness Voces silenciadas (2023), el 85% de los asesinatos de defensores ambientales a nivel global ocurren en América Latina, sumando un alarmante número de 172 asesinatos de defensores y defensoras ambientales solo en la región. Esto equivale a más de tres asesinatos por semana. De las personas asesinadas en 2023, el 43 % eran indígenas y el 12 % mujeres. Centroamérica supuso 1 de cada 5 de estos asesinatos, siendo Honduras, en particular, el país que registra el mayor índice de crímenes.
Según el informe de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH) de 2023, en Honduras se registraron al menos 363 ataques contra 453 víctimas, de las cuales 308 eran defensoras de derechos humanos. De estos ataques, el 54.1% se dirigieron específicamente contra personas defensoras de la tierra, el territorio y el medio ambiente. Uno de los casos más emblemáticos de esta crisis es el de las comunidades de Tocoa y Guapinol en Honduras, que han sufrido una brutal ola de violencia y criminalización, incluyendo el asesinato de figuras como Aly Magdaleno Domínguez Ramos, Jairo Bonilla Ayala y Juan López, este último ocurrido el 14 de septiembre de 2024. Aunque el asesinato es la forma más extrema de criminalización, la privación de libertad también se utiliza para silenciar voces de resistencia, como ocurrió con la detención en 2019 de los “Ocho de Guapinol”.
Estos líderes comunitarios fueron encarcelados por oponerse pacíficamente a un proyecto minero que amenazaba ríos esenciales para las comunidades locales dentro del Parque Nacional Carlos Escaleras, una zona protegida. Su detención, ampliamente cuestionada por organizaciones de derechos humanos, expuso cómo el sistema judicial puede ser instrumentalizado para debilitar la oposición comunitaria y proteger intereses corporativos.
Un patrón similar se observa en El Salvador, donde cinco líderes de la comunidad de Santa Marta, detenidos en enero de 2023, enfrentan acusaciones que organizaciones sociales consideran infundadas y motivadas políticamente. Estos casos reflejan cómo, en América Latina, el sistema judicial es utilizado para criminalizar a quienes defienden sus territorios, perpetuando la explotación de recursos naturales a expensas de los derechos humanos y ambientales.
La criminalización de las personas defensoras no se limita a Honduras y El Salvador. En Nicaragua, la violencia contra las comunidades indígenas miskitas ha alcanzado niveles preocupantestes. En en año 2020, 15 defensores indígenas fueron asesinados mientras protegían sus territorios de la invasión de colonos armados en la Reserva de la Biosfera Bosawás, una de las áreas protegidas más importantes del país. Este caso refleja la desprotección de las comunidades indígenas frente a actividades ilegales como la minería artesanal y la tala indiscriminada, agravada por la inacción estatal.
En Guatemala, el caso de Bernardo Caal Xol, un líder indígena q’eqchi’, es emblemático por la instrumentalización del sistema judicial para silenciar la resistencia. Desde 2018, Caal Xol ha estado encarcelado bajo cargos ampliamente cuestionados, después de liderar la oposición a proyectos hidroeléctricos que amenazan los ríos Cahabón y Oxec, esenciales para las comunidades indígenas de Alta Verapaz. Su caso ha sido denunciado por organizaciones internacionales como una forma de criminalización dirigida a quienes defienden el medio ambiente y los derechos territoriales.
El riesgo que enfrentan los defensores ambientales en América Latina es el resultado de una compleja combinación de factores. La falta de procesos de consulta previa, libre e informada, deja a muchas comunidades sin herramientas para defender sus territorios frente a los intereses corporativos. Este derecho, reconocido internacionalmente, debería garantizar que las comunidades puedan expresar su consentimiento o rechazo a proyectos que afectan sus territorios. Sin embargo, en muchos casos, estos procesos son inexistentes o simbólicos, exacerbando los conflictos territoriales y la vulnerabilidad de las comunidades.
El modelo extractivista dominante en la región, basado en la explotación de recursos naturales para el crecimiento económico, ha provocado una expansión masiva de industrias como la minería, la agricultura intensiva y la deforestación. Este modelo no solo destruye ecosistemas vitales, sino que también desplaza a comunidades, degrada su calidad de vida y aumenta la presión sobre quienes defienden el ambiente.
La complicidad de algunos gobiernos con intereses empresariales agrava aún más la situación. Los Estados, que deberían ser protectores de los derechos humanos y ambientales, muchas veces actúan como cómplices de la criminalización y el hostigamiento de defensores, utilizando el sistema judicial para perseguirlos y permitiendo que la impunidad prevalezca.
Frente a esta realidad, el Acuerdo de Escazú se presenta como una herramienta fundamental para responder a la crisis de seguridad que enfrentan las y los defensores ambientales. Es el primer tratado que reconoce explícitamente su rol y establece un marco regional para garantizar su protección. Además de asegurar derechos esenciales como el acceso a la información, la participación pública y la justicia ambiental, Escazú busca transformar la gobernanza ambiental en la región, promoviendo estándares claros de transparencia, justicia y cooperación.
La implementación efectiva de Escazú es, por lo tanto, no solo un acto de justicia social, sino también una declaración contundente de que la defensa del ambiente es un derecho humano fundamental. En un contexto de violencia y criminalización sin precedentes, el acuerdo tiene el potencial de convertirse en un pilar para proteger a quienes arriesgan sus vidas por el futuro de la región.
Acuerdo de Escazú, más urgente que nunca.
El origen del Acuerdo de Escazú
El Acuerdo de Escazú es el primer tratado mundial que reconoce y protege explícitamente a las personas defensoras de derechos humanos en temas ambientales, exigiendo a los Estados garantizar un entorno seguro para su labor. Este histórico acuerdo, adoptado en 2018 en Escazú, Costa Rica, se basa en el Principio 10 de la Declaración de Río de 1992, que establece que "el mejor modo de tratar las cuestiones ambientales es con la participación de todas las personas interesadas, en el nivel que corresponda". Este principio reconoce que el acceso a la información, la participación pública y la justicia ambiental son derechos fundamentales para proteger tanto el medio ambiente como la salud y el bienestar de las comunidades.
El proceso de negociación del Acuerdo de Escazú contó con la activa participación de Costa Rica, que fue uno de los principales promotores del tratado. Sin embargo, la realidad en la región ha sido dispar. Costa Rica firmó el acuerdo el 27 de septiembre de 2018, pero aún no lo ha ratificado. El Salvador, Guatemala y Honduras no han firmado ni ratificado el tratado, mientras que Nicaragua firmó el acuerdo el 27 de septiembre de 2019 y lo ratificó el 9 de marzo de 2020, convirtiéndose en Estado Parte desde el 22 de abril de 2021. Esta falta de compromiso por parte de algunos países destaca la necesidad urgente de mayor voluntad política para garantizar la protección de los derechos humanos en contextos ambientales.
El Acuerdo también aborda desafíos clave en la región, como la implementación de mecanismos de consulta previa, accesibles y transparentes, especialmente para proyectos que impacten directamente a comunidades locales, pueblos indígenas y territorios rurales. Esto resulta crucial en países como Guatemala y Honduras, donde las comunidades indígenas han sido históricamente excluidas de los procesos de toma de decisiones sobre proyectos extractivos y de infraestructura que afectan sus tierras. Al establecer la obligatoriedad de la consulta previa, libre e informada, el acuerdo busca garantizar que las preocupaciones de las comunidades no solo sean escuchadas, sino también atendidas, ofreciendo un marco legal para proteger sus derechos y evitar daños irreparables a sus territorios.
Además, el Acuerdo de Escazú se estructura en torno a los llamados "derechos de acceso": el acceso a la información, la participación pública y el acceso a la justicia en asuntos ambientales. Estos derechos son interdependientes y permiten a las comunidades y personas defensoras del ambiente participar activamente en la toma de decisiones, proteger sus territorios y exigir responsabilidades a Estados y empresas. En países como El Salvador y Nicaragua, donde la falta de transparencia y la ausencia de justicia ambiental son obstáculos recurrentes, estos derechos representan una herramienta esencial para garantizar un desarrollo más justo, inclusivo y sostenible.
Por lo tanto, los derechos de acceso del Acuerdo de Escazú son una herramienta fundamental para las personas defensoras del ambiente. Este acuerdo responde a la violencia y criminalización que enfrentan quienes defienden la naturaleza, promoviendo un marco de cooperación y protección regional. Además, provee herramientas legales que fortalecen la transparencia en temas ambientales, permitiendo a las comunidades proteger sus territorios y exigir responsabilidades a los Estados y empresas involucradas.
Retos para la adopción
A pesar de sus avances, la implementación del Acuerdo de Escazú enfrenta múltiples desafíos que evidencian la complejidad de garantizar una gobernanza ambiental inclusiva y efectiva en América Latina y el Caribe. Uno de los principales obstáculos es la falta de voluntad política en varios países, reflejada en la lentitud para firmar o ratificar el acuerdo, así como en la resistencia de algunos gobiernos a priorizar los derechos ambientales frente a intereses económicos y corporativos. Este problema se ve agravado por la influencia de sectores empresariales que, en muchos casos, ejercen presión para mantener regímenes legales que favorezcan actividades extractivas y de desarrollo insostenible.
A ello se suma la necesidad de superar barreras culturales y estructurales que limitan la implementación efectiva del acuerdo. Estas incluyen la desconfianza histórica de las comunidades hacia las instituciones gubernamentales, especialmente en contextos donde los derechos de pueblos indígenas y comunidades rurales han sido ignorados o vulnerados. Además, la falta de capacidades técnicas y recursos financieros para implementar las disposiciones de Escazú, como la creación de sistemas de información accesibles o la capacitación de personal judicial en temas ambientales, son desafíos que requieren atención urgente.
Sin embargo, en medio de estos retos, los y las defensoras ambientales siguen siendo el motor que impulsa la transformación. Estas personas no solo promueven la firma y ratificación del acuerdo, sino que también actúan como vigilantes de su cumplimiento, denunciando las violaciones a los derechos ambientales y exigiendo la rendición de cuentas. A través de sus redes y acciones colectivas, han logrado mantener el tema en la agenda pública y presionar a los gobiernos para que avancen en la adopción de políticas más responsables y transparentes.
El éxito de Escazú también depende de la articulación entre gobiernos, sociedad civil y comunidades locales para garantizar su plena implementación. Esto pasa por crear espacios de diálogo efectivo, fortalecer la cooperación regional y priorizar la protección de las personas defensoras del ambiente, quienes enfrentan niveles alarmantes de violencia y criminalización en la región. En este contexto, el acuerdo representa una herramienta clave para garantizar que estas personas puedan desarrollar su labor en un entorno seguro y con garantías legales.
Es momento de que América Latina y el Caribe, con su inmensa riqueza natural y diversidad cultural, lideren una nueva era de justicia ambiental que honre tanto a sus defensores como a sus ecosistemas. La plena implementación de Escazú no es solo un acto de justicia social, sino también una declaración contundente de que la defensa del ambiente es un derecho humano fundamental. Ratificar y cumplir con Escazú es un imperativo moral, político y social que nuestros países no pueden posponer. Este compromiso no solo reforzará la confianza de las comunidades en las instituciones, sino que también sentará las bases para un futuro más equitativo y sostenible en la región.
Para más información sobre el evento, visita la página sobre El Foro Internacional: “La Defensa del Medio Ambiente en la Era Digital”.