La COP29, celebrada en Bakú, Azerbaiyán, finalizó con un saldo que para muchos refleja no solo una oportunidad perdida, sino un retroceso peligroso en la lucha por la justicia climática. Los resultados de la cumbre fueron descritos por Juan Carlos Monterrey, negociador climático panameño, como “una sentencia de muerte para millones de personas”. Esta declaración se refiere al Nuevo Objetivo Cuantificado Colectivo (NCQG, por sus siglas en inglés), que estableció un financiamiento anual de $300 mil millones para los países en desarrollo hasta 2035, una cifra ampliamente criticada por ser insuficiente frente a las necesidades reales.
Según el informe de la UNFCCC de 2024, los países en desarrollo requieren al menos $1.1 billones anuales para implementar parcialmente sus Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional (NDC) hasta 2030. A esta cifra se suman los costos crecientes asociados con pérdidas y daños, estimados en $400 mil millones anuales. Estas cifras no son abstractas; representan vidas, comunidades y ecosistemas enteros que están en riesgo frente al cambio climático.
Un financiamiento marcado por la desigualdad
El NCQG, además de insuficiente, perpetúa las fallas estructurales del sistema de financiamiento climático global. Al igual que la meta anterior de $100 mil millones anuales—que se alcanzó con retraso y deficiencias en 2022—este nuevo compromiso carece de mecanismos obligatorios y claridad en su composición. No especifica qué porcentaje de los fondos debe ser entregado como subvenciones, dejando la puerta abierta para que los países industrializados prioricen los préstamos, profundizando así la crisis de deuda en los países receptores.
Actualmente, casi dos tercios de los fondos contabilizados como financiamiento climático son préstamos, no subvenciones ni reparaciones. Estos recursos, además, están destinados principalmente a proyectos de mitigación, dejando de lado áreas críticas como la adaptación y las pérdidas y daños. En este modelo desigual, los países más afectados por el cambio climático no solo cargan con el costo de los impactos climáticos, sino que deben desviar recursos de sus presupuestos para pagar intereses sobre estos préstamos. Como resultado, el sistema refuerza la inequidad histórica entre el Norte Global, responsable de la mayor parte de las emisiones, y el Sur Global, que enfrenta los peores efectos.
Honduras y Guatemala denunciaron estas inequidades durante la cumbre, destacando cómo las barreras comerciales y la deuda externa limitan su capacidad de acceder a recursos climáticos. "La justicia climática no puede ser solo un discurso; debe reflejarse en el acceso igualitario a los fondos", enfatizó un delegado guatemalteco. Por su parte, países del Caribe y de la Alianza de Pequeños Estados Insulares (AOSIS) hicieron un llamado urgente para que los compromisos reflejen la magnitud de las necesidades actuales. "Necesitamos acción ahora, no en 2035", subrayó Cedric Schuster, presidente de AOSIS.
Exigiendo una transformación estructural
La sociedad civil, representada por organizaciones como Climate Action Network, exigió no solo un aumento significativo en los montos de financiamiento, sino también una transformación en su calidad. Según estas voces, el NCQG debe cumplir con los siguientes principios fundamentales:
Incremento en la cantidad: Dejar atrás las metas de cientos de miles de millones y avanzar hacia compromisos de billones de dólares, reflejando las verdaderas necesidades de los países en desarrollo.
Calidad del financiamiento: Priorizar las subvenciones sobre los préstamos para evitar que los países más vulnerables enfrenten un aumento en sus niveles de deuda.
Acceso directo: Crear mecanismos que permitan a las comunidades locales liderar y beneficiarse directamente de las medidas de adaptación y mitigación.
Además, se propusieron innovaciones fiscales como gravámenes al transporte aéreo y marítimo, así como impuestos a las grandes fortunas globales, para generar nuevos flujos de financiamiento que garanticen justicia climática. Estas propuestas, sin embargo, fueron ignoradas en la formulación final del NCQG.
La falta de ambición en mitigación: Un retroceso peligroso
Mientras el financiamiento insuficiente domina los titulares, la ausencia de compromisos claros para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero es el fracaso más grave de la COP29. A pesar de la creciente urgencia científica de reducir drásticamente el uso de combustibles fósiles, una coalición liderada por Arabia Saudita bloqueó cualquier mención a su eliminación gradual. Este retroceso contrasta con los debates iniciales de la COP28, donde se reconoció la necesidad de abandonar estas fuentes de energía.
El lobby de los combustibles fósiles dejó su marca en Bakú, debilitando cualquier intento de acción concreta para mitigar la crisis climática. Este resultado no solo perpetúa el statu quo, sino que también pone en peligro a millones de personas, especialmente en el Sur Global, que ya enfrentan impactos devastadores como huracanes, sequías prolongadas y la subida del nivel del mar.
Reparaciones y deuda climática: Una responsabilidad evadida
Las tensiones sobre quién debería contribuir al financiamiento climático dominaron las negociaciones. Los países del G77 insistieron en que las naciones industrializadas asuman la mayor parte de la carga, citando su responsabilidad histórica por el uso desproporcionado del presupuesto de carbono mundial. Sin embargo, actores como Estados Unidos y Arabia Saudita propusieron incluir a economías emergentes como China en la lista de donantes. Mientras tanto, la Unión Europea apoyó un enfoque mixto, priorizando a los países menos desarrollados, pero excluyendo a muchas naciones de ingresos medios con alta vulnerabilidad climática.
Esta falta de consenso refleja una verdad incómoda: el sistema climático internacional sigue siendo incapaz de abordar las desigualdades históricas. Mientras el Norte Global insiste en la movilización del sector privado, el Sur Global exige reparaciones financieras como parte de una deuda histórica que aún no ha sido reconocida plenamente.
Mercados de carbono: ¿Un mecanismo para quién?
Uno de los temas más controvertidos de la COP29 fue la aprobación de regulaciones bajo los artículos 6.2 y 6.4 del Acuerdo de París, que buscan establecer un marco para el comercio de créditos de carbono. Si bien estos mercados se presentan como una herramienta para canalizar financiamiento hacia proyectos de energía limpia y conservación, su implementación ha sido objeto de fuertes críticas, especialmente por parte de líderes indígenas, organizaciones de la sociedad civil y negociadores de países en desarrollo. Estas voces señalan que, más que soluciones reales, los mercados de carbono perpetúan desigualdades y exacerban las problemáticas existentes.
El comercio de créditos de carbono permite que países y empresas financien proyectos en otras regiones para compensar sus propias emisiones. Sin embargo, este mecanismo ha sido calificado como una forma de “colonialismo ambiental” por figuras como Harjeet Singh, activista climático, debido a que beneficia principalmente al Norte Global mientras externaliza las responsabilidades climáticas al Sur Global. A menudo, los proyectos certificados bajo este esquema desplazan comunidades locales, marginan a poblaciones indígenas y refuerzan modelos extractivistas que priorizan ganancias corporativas sobre derechos humanos.
Además, la integridad ambiental de los mercados de carbono ha sido ampliamente cuestionada. Numerosos estudios han señalado que muchos de los créditos emitidos no reflejan reducciones reales de emisiones, sino estrategias de contabilidad que permiten a grandes contaminadores continuar con sus prácticas habituales mientras mejoran artificialmente su imagen. Este problema se ve agravado por la falta de regulaciones robustas para evitar prácticas como la doble contabilidad y el greenwashing, un tema que la COP29 no abordó adecuadamente.
Por otra parte, estos mercados refuerzan dinámicas de poder desiguales. Los países desarrollados controlan la regulación y certificación de los créditos, mientras que los países en desarrollo asumen los costos sociales y ambientales de los proyectos. Los beneficios financieros generados rara vez llegan a las comunidades locales, concentrándose en intermediarios y actores privados. Como señaló Chandni Raina, activista climática, “los mercados de carbono se han convertido en una trampa de deuda para los países más vulnerables”.
Lejos de ser una solución inclusiva, los mercados de carbono, tal como se implementan hoy, son un recordatorio de las desigualdades estructurales que definen el sistema climático global. En lugar de promover la justicia climática, perpetúan un modelo que permite a los mayores contaminadores evadir responsabilidades mientras se refuerzan las brechas entre el Norte y el Sur Global.
Justicia de género: Otra deuda pendiente de la agenda climática
Aunque la justicia de género es un componente crucial para enfrentar la crisis climática de manera equitativa, sigue siendo relegada en las negociaciones internacionales. La extensión por diez años del Programa de Trabajo de Lima sobre Género, anunciada en la COP29, es una medida que parece positiva, pero que carece de profundidad y acciones concretas.
La realidad es contundente: solo el 2% de los fondos climáticos globales llega a proyectos liderados por mujeres, a pesar de que ellas son quienes enfrentan los mayores impactos del cambio climático. Este dato alarmante fue denunciado por grupos feministas y ecofeministas, que en Bakú subrayaron la ausencia de mecanismos efectivos para garantizar que los compromisos se traduzcan en cambios reales.
Durante la COP29, la falta de representación y financiamiento para las mujeres quedó en evidencia desde el inicio. La composición inicial del comité organizador, integrado exclusivamente por hombres, fue duramente criticada por grupos como She Changes Climate, que calificaron la situación como un "paso atrás en la inclusión de género". Aunque posteriormente se incluyeron mujeres, este incidente expuso la tendencia persistente de exclusión en espacios de toma de decisiones clave.
Además, el debate sobre género enfrentó una fuerte resistencia por parte de una coalición de países liderada por Arabia Saudita, Irán, Rusia, Egipto y el Vaticano, que logró eliminar referencias importantes a los derechos humanos y la interseccionalidad en los documentos finales. A pesar de los esfuerzos de delegaciones progresistas, incluyendo países de América Latina y la Unión Europea, el resultado fue insuficiente para garantizar una integración significativa de la perspectiva de género en las políticas climáticas.
Para muchas expertas y activistas, esta falta de avances concretos no es casual, sino estructural. Como señaló la Alianza Global para la Acción Verde y de Género (GAGGA), "la financiación climática sigue ignorando las soluciones lideradas por mujeres de base, que ya están marcando una diferencia en sus comunidades". Sin una redistribución justa de los fondos y una mayor representación, la justicia climática seguirá siendo una promesa vacía.
La exclusión de la sociedad civil: Una democracia climática en riesgo
En la COP29, la exclusión de la sociedad civil se convirtió en un reflejo preocupante de la desconexión entre las negociaciones climáticas y las realidades de las comunidades más vulnerables. Las estrictas restricciones impuestas por el gobierno de Azerbaiyán, incluyendo la prohibición de protestas fuera de la “zona azul” de la ONU, limitaron severamente la capacidad de incidencia de organizaciones y activistas. Esta represión no solo silencia voces críticas, sino que también cuestiona la legitimidad del proceso climático internacional, especialmente cuando los derechos humanos deberían ser el eje de cualquier política climática efectiva.
Para la sociedad civil centroamericana, esta exclusión es particularmente grave, donde los movimientos sociales se enfrentan cada vez a mayores barreras políticas, económicas y sociales para participar activamente en la gobernanza climática. La ausencia de una representación significativa de Centroamérica en Bakú también pone en evidencia una desconexión estructural entre las decisiones tomadas en la cumbre y las realidades de la región. Mientras se discutían medidas de financiamiento y mercados de carbono, las demandas específicas de los países centroamericanos—como financiamiento directo para pérdidas y daños—quedaron relegadas en la agenda oficial. Esto refuerza la percepción de que las negociaciones climáticas son espacios dominados por intereses corporativos y gubernamentales del Norte Global, con poca voluntad de escuchar y actuar en beneficio de los más vulnerables.
La sociedad civil en Centroamérica ha demostrado ser un actor clave en la defensa de los derechos de las comunidades frente al cambio climático. Desde los movimientos indígenas que protegen los territorios frente a megaproyectos extractivistas, hasta los colectivos juveniles que abogan por una transición energética justa, estas organizaciones son las que están en primera línea enfrentando la crisis. Su exclusión de espacios como la COP29 no es solo una injusticia, sino una oportunidad perdida para construir soluciones climáticas verdaderamente inclusivas.
En un momento en que la crisis climática exige una acción transformadora, marginar a la sociedad civil no solo mina la legitimidad del proceso, sino que perpetúa las desigualdades que han contribuido a agravar esta emergencia global. La verdadera democracia climática solo será posible cuando las voces de los pueblos, especialmente de regiones como Centroamérica, sean escuchadas y valoradas como agentes esenciales del cambio.
Conclusión: Enfoques críticos hacia la COP30
La COP29 en Bakú dejó en claro que el sistema climático global enfrenta serias deficiencias: desde compromisos insuficientes en financiamiento, hasta la falta de avances en la eliminación de combustibles fósiles y la exclusión de actores clave como la sociedad civil. Con la COP30 programada para celebrarse en Belém, Brasil, se abre una nueva oportunidad para corregir estos fracasos. Sin embargo, esta tarea estará llena de desafíos y limitaciones estructurales.
Brasil, bajo el liderazgo de Lula da Silva, ha mostrado señales positivas en el ámbito climático, como su compromiso con la reducción de emisiones entre un 59% y un 67% para 2035 y su iniciativa de expandir el Fondo Amazonia a otros países de la cuenca amazónica. Sin embargo, el país enfrenta tensiones internas y externas que podrían limitar su capacidad de liderar un cambio significativo en la agenda global.
En el ámbito financiero, los acuerdos de la COP29, como el Nuevo Objetivo Cuantificado Colectivo (NCQG), ya han sido definidos y será difícil reabrirlos sin un consenso amplio entre los países del Norte y el Sur Global. Aunque Brasil podría abogar por un uso más inclusivo y equitativo de estos fondos, el éxito dependerá de su capacidad para movilizar alianzas internacionales, especialmente con otros países de América Latina, África y el Caribe, que comparten las mismas demandas de justicia climática y hasta el momento no parece que esta sea la intención de la presidencia de la COP. Por otro lado, Brasil enfrentará la tarea de impulsar el debate sobre la eliminación gradual de los combustibles fósiles, un tema bloqueado en Bakú por los grandes productores de petróleo. Aunque el país ha adoptado una postura crítica frente al lobby fósil, su economía sigue dependiendo significativamente del petróleo y el gas, lo que podría limitar su margen de maniobra en las negociaciones.
La COP30 también representa una prueba para la democracia climática. Brasil, con su rica diversidad social y ambiental, tiene la oportunidad de facilitar una mayor participación de la sociedad civil, especialmente de los pueblos indígenas y las comunidades locales. Sin embargo, garantizar esta inclusión requiere enfrentar no solo barreras logísticas, sino también resistencias políticas en el propio escenario internacional.
El éxito de la COP30 dependerá, en gran medida, de que Brasil logre articular un liderazgo regional, pero no está garantizado que logre revertir las tendencias actuales. Lo que está en juego es mucho más que los acuerdos diplomáticos: se trata del futuro de millones de personas en regiones como Centroamérica y el Caribe, que ya enfrentan los peores impactos de la crisis climática.