El vendedor de dulces que guía a la caravana salvadoreña en México

Hace siete días, Marvin solo usaba su palabra para vender en los buses de las calles de San Salvador. Ahora, su palabra mueve a una multitud indocumentada y frena o da luz verde a la violencia.

 

Bien entrada la noche del 5 de noviembre, un grupo de hombres salvadoreños con un machete camina inquieto en el parque central de Huixtla, Chiapas. El parque es una explanada de gente con los pies reventados. La mayoría duerme al aire libre; la glorieta y el auditorio son los puestos con mayor plusvalía, porque tienen techo. Los hombres del machete también están cansados pero hay en ellos una fuerza mayor: la furia. Los hombres buscan a Marvin, el líder fortuito de una caravana de 2 000 personas que habían salido de San Salvador hacía seis días y 500 kilómetros. Tienen un plan, pero requieren su aprobación. Los hombres entraron a México sin visa y acampan sin permiso en un parque municipal, pero no se atreven a ejecutar su plan por sí solos. Marvin manda en este éxodo.

A Marvin lo llaman a cada momento en este parque. Todos quieren hablar con él para preguntarle la siguiente hora de salida, o saber si es cierto que contratarán autobuses o si en verdad un grupo de migrantes fue secuestrado a unos pueblos de distancia. Cuando el grupo de los machetes encuentra a Marvin, lo apartan unos metros de los demás. En la caminata de ese día, Marvin cedió un poco su liderazgo, y eso provocó caos, aumentó el cansancio y culminó en la furia de este grupo de hombres. El liderazgo de este día lo ocuparon un grupo de hondureños.

El día anterior, 4 de noviembre, un grupo de hondureños se acercó a Marvin en el parque central de Tapachula. En Tapachula, la caravana de salvadoreños se encontró con cientos de hondureños rezagados de las otras dos caravanas que pasaron días antes. Desde ahí, caminaron juntos, pero no revueltos, con ambos grupos recelándose mutuamente.

Los hondureños dijeron a Marvin que eran de una organización llamada Pueblo sin Fronteras y que querían ayudar. Marvin desconfió de ellos pero se hizo a un lado. Este día, 5 de noviembre, los hondureños llevaron al grupo a paso apresurado durante 40 kilómetros. La caravana se dispersó durante varios kilómetros y la gente llegó exhausta a Huixtla. Por eso los hombres buscaron a Marvin. Están hartos y quieren que los salvadoreños retomen el control de su caravana, con Marvin a la cabeza. Están dispuestos a hacerlo por la fuerza, ergo, el machete.

Marvin los escuchó como escucha a todos los que se le acercan. Lo pensó un momento, pero dijo al espontáneo escuadrón que no los autorizaba. Aseguró que un grupo de hombres armados se le había acercado para preguntarle si había pandilleros por ahí. Argumentó que era mejor no encender ningún fuego de momento. Frente al parque y en las calles aledañas, placazos de la MS-13 y del Barrio 18 le agregaban verosimilitud a su relato. Solo Marvin sabe si eso en realidad pasó o lo inventó para calmar a la turba, pero los hombres con machetes se fueron a dormir.

Hace siete días, Marvin solo usaba su palabra para vender en los buses de las calles de San Salvador. Ahora, su palabra mueve a una multitud indocumentada y frena o da luz verde a la violencia.

 

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La caravana de migrantes caminó hacia la ciudad de Tapachula desde el municipio de Metapa, en Chiapas, donde hicieron su primera parada, después de haber tocado suelo mexicano, tras cruzar el río Suchiate. Foto: Víctor Peña.
 

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Marvin Alexander Orellana Lovo (Olocuilta, 1989) es el líder de la caravana de salvadoreños. Es fortachón, un rival indeseable en una gresca callejera. Su piel está quemada por el camino, oscura.  Viaja ligero. Empezó el viaje con tenis Nike, pero apenas entró a México ya los había cambiado por imitaciones de sandalias Crocs. Cruzó el río Suchiate en un jeans arremangado, pero usualmente lleva shorts largos que cubren sus rodillas. En una mochila azul y sucia lleva cuatro camisetas: dos de ellas sin mangas. Durante las largas caminatas, parece habbituado al sol, y casi siempre está a la cabeza del grupo. Lo único que se cansa es su voz, que carraspea y lucha por salir de su garganta. Es, precisamente, su palabra y no ninguna característica física especial lo que lo ha elevado al rango que ostenta.

Así se dio a conocer. La noche del 31 de octubre, la primera del viaje, Marvin alzó la voz por vez primera a una multitud atenta. Lo hizo por necesidad, por supervivencia. Caía la noche en el parque Pedro de Alvarado, apenas unos kilómetros adelante de la frontera La Hachadura entre Guatemala y El Salvador. A los gritos, primero, y luego con la ayuda de un megáfono, organizó un cabildo abierto para decidir si descansaban en ese parque o seguían caminando de noche. La victoria de los que querían descansar duró 20 minutos, luego la masa se empezó a desgranar y unos siguieron a otros. Marvin organizaba.

Marvin no organizó la caravana, pero la dirige. La versión salvadoreña del Éxodo surgió de convocatorias en Facebook –ahí dice él que se enteró–  y grupos de Whatsapp, a partir del ejemplo de la caravana hondureña que había salido tres semanas antes. Esos mensajes de redes sociales llegaron a la televisión y  a la radio, que amplificaron el mensaje hasta que llegó a todas las personas que llegaron al monumento al Salvador del Mundo desde la noche del 30 de octubre.

Explicar su liderazgo empieza por el vacío de liderazgo.  Aunque todas las convocatorias de la caravana decían que la salida era a las nueve de la mañana, un grupo se adelantó y empezó su marcha a las cinco de la mañana. Una mujer que llegó en moto a dejar a su esposo el 31 de octubre por la mañana vio a una periodista anotar en su libreta y le preguntó: “¿usted es la de los datos?”. Todos tenían preguntas, pero nadie ofrecía respuestas.

Marvin llegó más tarde a la plaza. “Cuando no vi nada, claro, yo grité ‘vamónos’ y empecé a caminar”, asegura. Un grupo de gente lo siguió y así salió el otro gran contingente, pocos minutos después de las ocho de la mañana. Para el 5 de noviembre, la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México estimó entre 1,500 y 2,000 personas el grupo que salió de San Salvador, y que este 13 de noviembre llegó a Veracruz.

Pero no son solo las palabras de Marvin lo que lo posicionaron, sino su caminar. El líder –él prefiere que le digan “colaborador”– se convirtió en una especie de caudillo siguiendo el patrón del libro de los Jueces, en la Biblia.  Ante la ausencia de líderes designados, quienes se levantaban del pueblo para guiar eran “jueces”, que se ganaban la autoridad por medio de sus proezas. Así, Sansón por su fuerz; o Gedeón, por sus estrategias militares. Así es Marvin. Alguien que surgió de la necesidad y de victorias que la gente de la caravana recuerda, tanto como para desear que él y nadie más siga a la cabeza de la expedición. Algunos recuerdan especialmente la estrategia de Marvin para cruzar el río Suchiate.

 

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Más de 2 mil salvadoreños tomaron un descanso a la orilla de la carretera, la madrugada del domingo 4 de noviembre, en su camino hacia la ciudad de Tapachula. Foto: Víctor Peña.
 

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“Todos querían entrar por las balsas”, recordó Walter, un joven flaquito de 26 años, de San Salvador. Las balsas —hechizas, fabricadas con grandes neumáticos— son un método común de transporte entre los lados guatemalteco y mexicano del río Suchiate.  Fueron el método de muchos hondureños en las anteriores caravanas. Pero, para cuando llegaron los salvadoreños, del otro lado esperaba Migración y los policías federales. Era ingenuo para la expedición pasar en pequeños grupos directamente a las manos de agentes migratorios. Marvin lo sabía.

“Él sabía el punto cabal para cruzar, él buscó un chapincito (un niño), él iba adelante. Desde ahí él nos llevó”, dijo Walter. Tras el intento fallido de cruzar a pie por el puente Rodolfo Robles, la frontera formal, Marvin lideró la retirada desde el parque de Ayutla, Guatemala, donde el grupo había dormido la noche anterior. A partir de ahí, Marvin empezó a preguntar a los locales. Escuchó de un lugar conocido como el paso de la Culebra y afianzó a un niño guatemalteco para que los guiara. Entonces lideró a la caravana en el vado del Suchiate hasta ese lugar donde lograrían cruzar el río, mojados, pero sin nadar.

Walter Elías, de 26 años y de Soyapango, también ve en Marvin otras características que le inspiran confianza.  “En Tecún Umán, un hombre que llevaba un megáfono casi nos llevó a entregarnos (a Migración). Marvin dijo que nos estaban haciendo la camita. Él sabía por dónde pasar y usó un plan estratégico. Y fue ágil. Nos llevó al parque, dijo ‘vámonos’. Y nos fuimos”, contó Walter Elías.

Desde que cruzaron a México, pasaron por Metapa, Tapachula y Huixtla, en extenuantes trayectos a pie. En Huixtla, un hombre de unos 40 años reflexiona en una asamblea improvisada que, como no, Marvin dirige.

"Yo he visto cómo has venido por el camino. Has venido haciéndolo bien e incluso en momentos has querido desistir pero no por tu voluntad, sino por el desorden de la gente", dice el hombre a Marvin.

Marvin aprovecha estos momentos para arengar al pueblo, para reafirmar un liderazgo que vio tambalearse cuando un grupo de hondureños llegó para querer tomar el timón de la caravana. Marvin hace lo que mejor sabe hacer, lo que hacía en las calles de San Salvador para ganarse la vida. Convencer. Hablar.

 

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Marvin da instrucciones a la caravana, sobre la carretera que conduce del municipio de Mapastepec hacia Pijijiapan, en el estado de Chiapas, el jueves 8 de noviembre. Foto: Víctor Peña.
 

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—Todos me hablan, todos me dicen: ¿cómo está esto? Hasta la fecha, a todos he respetado. Todos son amigos. Me decían 'yo no salgo si usted no sale'—dice Marvin a su asamblea.

Suele dar estas arengas a la hora de explicar su toma de decisiones. Sus palabras convencen.

—Compañeros, escúchenme bien. Ustedes andaban afligidos de secuestros, de la gente del proyecto Sin Fronteras. Tuvimos que agarrar riendas y preguntar quienes son, qué quieren con esta caravana, qué beneficios tienen, por qué nos van ayudando —explica el líder.

Esta es una caravana que entró a México porque desconfió de las autoridades mexicanas, que les pedía quedarse y esperar que los llevaran a centros para procesar sus peticiones de refugio. Este es un pueblo que se reunió para iniciar su viaje a cuadras de Casa Presidencial de El Salvador, y que no cree en las promesas de un país mejor de ninguno de los candidatos presidenciales que hablan día y noche en la radio, la televisión y las redes sociales de cara a las elecciones de febrero. Un pueblo así, sin autoridades, solo podía aceptar como autoridad a uno de ellos. Y Marvin lo es.

Tiene su domicilio en San Luis Talpa, un municipio de La Paz, pero viajaba todos los días a San Salvador para trabajar. Va a Estados Unidos para reunirse con su esposa y sus dos hijos, de ocho y diez años.

Su única experiencia política data de haber coordinado un comando de pinta y pega para la campaña por la Alcaldía de San Salvador del arenero Rodrigo Samayoa, en 2006. Dice que quien lo nombró coordinador fue el propio Adolfo Torrez, exdirector departamental de Arena y fallecido en 2009, en circunstancias que no fueron esclarecidas. 

La caravana es Centroamérica estrujada. El historiador Roberto Turcios dice que Roque Dalton resumió la nacionalidad salvadoreña en un verso cuando escribió que son “los primeros en sacar el cuchillo”. Este grupo cumplió eso como un manual: sacaron un machete, pero Marvin los calmó.

Uno puede leer el resto de ese poema y otear esta caravana y encontrar coincidencias. Los hay arrimados, que viajaban solos y ahora van con amigos hechos en el camino. Los mendigos, como Víctor Manuel y Dani, dos adolescentes de San Miguel, que salieron a pedir dinero para comer en Huixtla, en Metapa o Tapachula. Los marihuaneros que caminan delante de la marcha, echando su fumarola de madrugada, ante la mirada de los federales. Son, evidentemente, indocumentados. Los tristes más tristes del mundo, aunque canten alabanzas cada vez que alguien llega con una guitarra.

Marvin los siente cercanos. “Si me voy para atrás nunca voy a estar bien en mi vida pensando qué pasó con esta gente”, dice. En privado, Marvin es menos resoluto de lo que aparenta en público. En Tapachula, mientras buscaba donde comprar un par de sandalias, me dijo: “esta caravana no va a llegar muy lejos”. En Huixtla, dice que tiene miedo pero que quiere seguir adelante y se hace una pregunta existencial. “¿Será que Dios me puso a mí en este camino para llevar a la gente a la tierra prometida?”. 

—El gobierno dice que alguien nos tiene que ir guiando porque vamos cabal en el rumbo. Simplemente va mucha gente que conoce el camino. Es un camino de sufrimiento, claro que sí. Como dice la canción, los 5 000 kilómetros que recorrí, los recuerdo uno por uno, porque se va sufriendo —finalizó Marvin su discurso, citando Tres Veces Mojado, de Los Tigres del Norte.

Su pueblo le aplaudió.

 

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Un migrante hace notar su cansancio en el parque Miguel Hidalgo de la ciudad de Tapachula, en Chiapas, el domingo 4 de noviembre. Esta fue su segunda parada en territorio mexicano. Foto: Víctor Peña.
 

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Cuando los hondureños llegaron al parque central de Tapachula, preguntaron quien era el líder, el coordinador, quien dirigía la caravana. Cuantos respondieron, señalaron a Marvin.

Llegaron a él y mostraron sus cartas. Le dijeron a Marvin que eran de una organización llamada Pueblo Sin Fronteras. Marvin desconfió porque no le mostraron una identificación. Marvin desconfió porque no creyó que nadie les quisiera ayudar. Y desconfió también porque ya ha sido deportado de México dos veces y algo conoce estos caminos y estos pueblos áridos que se miran amigables al ojo que ignora los hilos detrás del telón: coyotes, trata de personas, narcos.  

Brandon Rosales, un muchacho de 19 años, moreno y flaco, es uno de esos "hondureños sospechosos".  Rosales es de Olancho, pero es refugiado permanente en México desde 2006. Su madre se lo llevó cuando huyó de Honduras, huyendo de amenazas de pandillas. “Hablamos con Marvin y le dijimos que no le queríamos quitar la caravana”, dijo Rosales, reconociendo la autoridad de Marvin.

Con un megáfono y chaleco naranja, Rosales llegó a Tapachula, dice, porque es voluntario de Pueblo sin Fronteras. Ayudó en la organización de la primera caravana, la que estuvo unos días en un campamento en la ciudad de México. Pero ningún papel respaldaba esta versión. Dice que perdió todos sus documentos ayudando a la primera caravana a cruzar el Suchiate. Rosales dice que su idea es que esta caravana siga la misma ruta de la anterior, si es que se dejan. “Es como si la mitad del aula está a favor y la mitad en contra”, ejemplificó.

Marvin adoptó parte de ese discurso para lograr que la caravana, aunque fuera por unos días, aceptara la ayuda de Pueblo sin Fronteras.

—Esto es como cuando vas a una escuela. Si quieres aprender, está un maestro que tienes que escuchar. Es igual aquí. Aquí va gente que ha pasado, ha visto, sabe cómo corre —dijo Marvin en una de las asambleas nocturnas en Huixtla.

En Huixtla, Marvin hizo más para afianzar su liderazgo. Nombró apóstoles. Era un grupo de 30 hombres y siete mujeres, un gabinete de gobierno, a los que denominó concejales.

Estarían identificados con los chalecos verdes y naranjas que Pueblos sin Fronteras donó y, en teoría, debían ayudar a Marvin a administrar la carga de gobernar la caravana. En la práctica, su rol quedó limitado a pasar la información oficial y a mantener en línea a la caravana, cuando camina sobre la carretera para dejar un carril libre a la circulación. Walter, el hombre que recordó la hazaña de Marvin en el Suchiate, era un concejal.  Carlos, un hombre del occidente de El Salvador que organizó algunos grupos de Whatsapp para que saliera la caravana, era otro. Margarita Núñez, una mujer de Chalatenango que soñó que llegaba a Los Angeles, fue concejal durante un día. “La gente no hace caso. Si un carro los golpea va a ser culpa de los organizadores”, dijo para explicar su renuncia.

En la arenga para explicar la elección de los apóstoles, la noche del 6 de noviembre, a Marvin le ocurrió una de esas cosas que reafirman a los elegidos. Marvin habló de un hombre que desfalleció en esa caminata a ritmo criminal y, enseguida, el hombre apareció. Como un mesías, Marvin nombra apóstoles y convoca a los enfermos.

—La gente de Pueblo Sin Fronteras nos agarraron a un trayecto de morirnos en el camino. Nunca habíamos dejado a nadie en el camino. Ayer fue algo desastroso. Yo vi a un señor que cayó ahogado en la calle —explicó Marvin. 

Enseguida, un hombre levantó su mano, aún con la pulsera de la clínica puesta, de entre la multitud y dijo: “aquí está el señor que se cayó”. Las palabras de Marvin solo sirven para reafirmar sus acciones.

—Vaya, él no me deja mentir —prosiguió Marvin. Yo venía llorando de tristeza porque él se mira como mi padre, una persona mayor. Tuvimos que tener un diálogo bien fuerte y llegamos a la conclusión de que esas 30 personas y siete mujeres deciden qué se hace en la caravana —explicó.

La caravana asintió.

 

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Fátima y su familia se bajan de un furgón, en el desvío del municipio de Arriaga y Tuxtla Gutiérrez, en el estado de Chiapas. Fátima recorre desde El Salvador junto a su esposo y sus tres hijos. Ellos viajana en la caravana que pretende llegar a Estados Unidos. Foto: Víctor Peña.
 

 

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—Si a mí me investigan, soy vendedor en mi país. Vendo dulces en los buses y chocolates. Pago una casa de $35 mensuales que a veces no tengo para pagarlos. A veces tengo para comer y a veces no, igual que ustedes. Si esto fuera un coyotaje, fuéramos guías, yo estuviera adinerado en mi país. No existe ninguna cuenta de banco donde diga que yo tenga tanto dinero. Soy un muerto de hambre, se puede decir —dijo Marvin.

Esto gusta a la concurrencia, orque se reconocen en él. En 2019, tres de los cuatro candidatos a la Presidencia de El Salvador son de familias millonarias o manejan empresas millonarias. En cambio, las finanzas de Marvin se parecen a las de los migrantes. Marvin vendía chocolates Nikolo. Los ofrecía en buses desde el Hula Hula, en el Centro de San Salvador, hasta el Salvador del Mundo, de donde salió la caravana. De cada caja, obtenía una ganancia de $2.50 y, como vendía unas cuatro cajas al día, ganaba $10 brutos al día. Pero hay que restar los costos de operación: un dólar de pupusas en el desayuno, $1.50 para almorzar y $1.20 en pasajes de bus. Es decir, Marvin ganaba unos $6 al día. Si trabajaba 30 días cada mes, sin días de descanso y con una venta sin fluctuaciones, son $240 dólares.  Esa cifra ubica a Marvin en la categoría de “pobreza relativa”, calculada por el Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS).

Marvin representa a esta masa de salvadoreños que no vio otra opción que huir. La versión oficial del gobierno o de Estados Unidos es que hay quienes patrocinan de manera oscura a esta caravana. Si Marvin tiene un financista oculto, lo esconde muy bien. Se ha subido con los migrantes a los pickups y a los camiones. Ha comido con ellos de la caridad guatemalteca o mexicana. Se peleó con migración mexicana y los eludió por agua. Caminó con ellos la distancia de un maratón casi cada dos días. Por eso lo defienden. Por eso lo siguen. Por eso no aceptan a ningún otro líder.

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En Huixtla, Marvin supo que tenía que retomar el control. Empoderado, discutió a los gritos con un hombre en el parque central.

—Enséñame una identificación —exigió Marvin.

—Tú no me vas a venir a decir qué vamos a hacer aquí en mi país, chamaco —replicó Irineo Mujica—. Tú no estás en mis zapatos. Yo ya sufrí con caravanas, ya subí caravanas.

Mujica es un ciudadano estadounidense, activista pro migrantes reconocido en México. Fue arrestado, antes de que la caravana siquiera entrara en México, por desórdenes públicos, tras organizar una protesta a favor de la peregrinación en Ciudad Hidalgo. Ahora está encerrado en Chiapas, donde debe permanecer a espera de resolver su proceso judicial. “Llevo 15 años en esta madre, a mí no me van a atemorizar”, dijo Mujica a El Faro.  A él le estaba pidiendo identificación Marvin, que desconfía de quien se acerque al éxodo que dirige.

En ese primer encontronazo, Marvin tenía una pregunta para Mujica: “¿Qué ganás con subir caravanas?”. Marvin desconfía de alguien que quiera ayudarlos desinteresadamente. Pero, ya con otro tono, Irineo le explicó su trabajo, le explicó que ya habían ayudado a la primera caravana. Y Marvin le creyó lo suficiente como para escucharlo. La noche antes de partir, Mujica se acercó a la asamblea alrededor de Marvin. A regañadientes, y sin creer del todo, el líder pidió a la muchedumbre que confiaran en Mujica.

—Ustedes son los más organizados de los grupos que han venido. Y los más limpios. Pero también son los más desconfiados, y su mismo miedo los ha hecho sufrir más —dijo Mujica.

Es una descripción acertada. Los salvadoreños se organizaron para recoger basura en cada lugar donde se estacionaron, aunque eso no evitó que algunos lugares se inundaran de olor a orines, como el parque de Tapachula.  A ratos era difícil caminar por los campamentos, como en el parque central de Metapa, por la cantidad de ropa puesta a secar. No hay muchas opciones para estar entretenidos en las esperas y se hace fila para todo. Una fila para el baño, para la comida, para la regleta para cargar el celular. La información escasea. Quizá por eso hay tanto chambre: que la caravana de adelante quemó un edificio en el próximo pueblo y por eso no hay que detenerse mucho ahí. Que ya en el pueblo de atrás se acerca una caravana de brasileños que dejaron su país, y que también viene una de venezolanos. Que han secuestrado centenares de migrantes más adelante.

 

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La caravana de migrantes salvadoreños entra al municipio de Huixtla, en el estado de Chiapas. Los migrantes caminaron 14 horas desde la ciudad de Tapachula el lunes 5 de noviembre. Foto: Víctor Peña.
 

 

A partir del 7 de noviembre, con la ayuda de Pueblos sin Fronteras, la caravana avanzó más rápido, en picops y tráileres. Llegaron a Mapastepec, donde durmieron en un complejo deportivo. Al día siguiente, llegaron a Pijijiapan solo unas horas y salieron casi de inmediato hacia Arriaga, siempre en Chiapas. Solo caminaron lo necesario para pasar como una masa organizada la caseta de migración. No los pueden detener a todos juntos. “Aquí todos somos el pasaporte de todos”, dijo alguien en el camino de Metapa a Tapachula.

“Aquí al que se mete de redentor, lo crucifican y lo van a apedrear”, dijo Mujica, un día antes de que Margarita renunciara. Fue profético.

En Matías Romero, Veracruz, Marvin volvió a enfrentarse con Mujica ante la promesa de ayuda de un ilustre: el padre Alejandro Solalinde, un defensor de derechos humanos y derechos de migrantes, fundador de un albergue en Oaxaca. Mujica quería que la caravana siguiera su paso, Marvin quería esperar a Solalinde, con quien ya se había comunicado. Por megáfono, Marvin ordenó a la gente que no se moviera.

“Cuando llegó el padre, se agarró en vivo con Irineo. Le dijo que cuál era el problema con traernos, que no sabía si había dinero por detrás”, contó Marvin por teléfono, la noche del 12 de noviembre. Eso dilapidó la trémula confianza. Marvin devolvió los chalecos, el megáfono y todo lo que Pueblo sin Fronteras había dado al líder salvadoreño y sus apóstoles. “El padre dijo en conferencia delante de toda la gente: ¿quién quieren que les ayude: yo como padre o estas personas de Pueblo sin Fronteras?”, dijo Marvin. El apoyo popular al padre fue inapelable. Mientras termino este artículo, Solalinde se organizaba para subir en buses a los miembros de la caravana, rumbo al albergue de la ciudad de México. Marvin cree que esa será la última parada que toda esta caravana hará junta, antes de disgregarse con coyotes o por su cuenta para intentar, por fin, llegar a Estados Unidos.

Una nota de El Faro.Net