Protegidos en teoría, explotados en la práctica

Sus derechos colectivos están reconocidos y consagrados en acuerdos internacionales y leyes nacionales, pero las comunidades indígenas de América Latina siguen sufriendo gravemente las consecuencias de proyectos mineros invasivos. Proyectos que dañan el suelo y merman la calidad del agua, destruyen la biodiversidad y la identidad cultural de la población local. Para lograr que esta situación cambie, Europa no solo debe asumir responsabilidades políticas, sino también reducir su propio consumo de materias primas.

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Salar de Uyuni, en  la Coordillera de los Andes, en el suroeste Boliviano
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Nazario Copa (izquierda) y su familia cosechan sal en el Salar de Uyuni en la Cordillera de los Andes, en el suroeste boliviano, la salina más grande del mundo. Se les llama «Saleros». La extracción y venta de sal son sus principales ingresos, además de la cría de llamas y el cultivo de quinua. La población indígena en el norte del salar teme que nunca podrá beneficiarse de la riqueza que la minería trae consigo a su país.

Durante la fase inicial de la colonización, los pueblos indígenas no fueron despojados de sus títulos de propiedad territorial y las comunidades pudieron seguir utilizando sus territorios de manera colectiva. Sin embargo, esta situación pronto cambió con la expansión de la tiranía colonial y la consolidación del modelo económico extractivista. Los colonizadores se apropiaron brutalmente de territorios indígenas, que antes se gestionaban colectivamente, y de mano de obra indígena, lo que provocó una catástrofe demográfica. Las condiciones de vida de la población indígena cambiaron radicalmente, viéndose excluida de la toma de decisiones sobre los bienes comunes. El fin de la dominación colonial no significó que los pueblos indígenas recuperaran sus derechos y el control sobre sus territorios ancestrales. No ha sido sino hasta las últimas décadas que la población indígena, cada vez más fuertemente organizada, ha conseguido hacer valer sus reivindicaciones políticas de autonomía y autodeterminación y de reconocimiento de posiciones jurídicas plurales e incluso, países plurinacionales -como Bolivia y Ecuador-, y recuperar y/o defender sus territorios.

En numerosos países latinoamericanos se ha reformado la Constitución y se ha obligado al Estado a restablecer el autogobierno de los territorios indígenas, como es el caso de Colombia, Panamá, Bolivia y Ecuador. Al mismo tiempo, los derechos colectivos de los pueblos indígenas se han ido reconociendo cada vez más a nivel internacional. Cabe mencionar aquí, en particular, el Convenio sobre Pueblos Indígenas y Tribales en países independientes, conocido como Convenio 169 de la OIT, del año 1989, posteriormente profundizado por la Declaración Universal de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, en el año 2007. En teoría, tanto los países de acogida como los de origen de las empresas extractivas de materia primas son ahora, por ley, responsables de garantizar que las actividades económicas no violen los derechos humanos, ambientales y culturales de estos pueblos y que se garanticen los derechos de participación en todas las fases de planificación y ejecución de los proyectos.

Acceso restringido al sistema judicial

Pero la realidad a menudo es otra. La falta de información y control dificulta que se realicen consultas previas, libres y bien fundamentadas. Dado el limitado acceso de las comunidades indígenas al sistema judicial -por discriminación racial, barreras lingüísticas, desconocimiento de los instrumentos jurídicos y escasos recursos económicos- y la deficiente autonomía de los tribunales, las empresas aún pueden esperar impunidad o penas leves si violan los derechos humanos o las normas ambientales. Debido a las prioridades económicas y a la necesidad de atraer la inversión extranjera, tan necesaria para pagar la amortización de deuda, los Estados a menudo vuelven a limitar los derechos que tanto costó conseguir y permiten que las empresas sigan operando con impunidad. 

En la práctica, con frecuencia sucede que, incluso los países que han firmado el Convenio 169 de la OIT, solo reconocen los resultados de un proceso de consulta como jurídicamente vinculantes cuando fue llevado a cabo por una institución estatal o sobre la base de directrices estatales.

Esto allana el camino a proyectos invasivos, que a menudo desembocan en conflictos graves y prolongados ya que van asociados a un drástico deterioro de la calidad del suelo y del agua en los municipios afectados y a la pérdida de biodiversidad. A ello hay que añadir la pérdida de identidad cultural y de conocimientos (tradicionales) para la protección de los ecosistemas. Los conflictos ya no se limitan al sector extractivo. Entre enero de 2010 y septiembre de 2020, el Centro de Información sobre Empresas y Derechos Humanos registró más de 2.300 procedimientos de denuncia por violaciones de derechos humanos, en 17 países latinoamericanos, contra empresas que desarrollan megaproyectos de energías renovables en territorios indígenas. Además, las industrias extractivistas también reproducen la violencia de género: las agresiones sexuales están a la orden del día en el contexto de proyectos de minería y otros megaproyectos. Además, dichos proyectos se benefician de las labores de cuidados no remuneradas y, por tanto, invisibles, que realizan las mujeres y niñas indígenas.

En numerosas declaraciones, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha condenado el hecho de que los proyectos extractivos de materias primas mermen los derechos fundamentales de los pueblos indígenas, como el derecho a la propiedad colectiva de sus tierras y a los recursos naturales, a la identidad cultural, a la salud, así como a la protección frente al reasentamiento forzoso, y ha pedido la ratificación y aplicación del Convenio 169 de la OIT y otras normativas internacionales.

Numerosas deficiencias en las nuevas iniciativas legislativas

Las nuevas iniciativas legislativas de la Unión Europea, como las destinadas a reducir la deforestación o la Ley de Materias Primas Críticas de la UE, presentan numerosas deficiencias. La primera, se limita a obligar a las empresas a cumplir las leyes del país de origen, pero no las normas internacionales. La segunda, se centra sobre todo en garantizar el abastecimiento de materias primas y reducir la dependencia de determinados países. El acortamiento de los plazos para realizar evaluaciones de impacto ambiental podría llevar a una violación de los derechos de consulta y participación de las comunidades indígenas. Además, los derechos indígenas ni siquiera se mencionan, lo que contradice flagrantemente las declaraciones del Parlamento Europeo, según las cuales los derechos de los pueblos indígenas se han de proteger con mayor firmeza, debiendo ser incluidos de forma efectiva en los procesos de toma de decisiones.

Europa no solo debería condenar el creciente número de asesinatos y la persecución, intimidación y criminalización de los pueblos indígenas y recordar a los Estados su obligación de garantizar los derechos de los pueblos indígenas. También debería estar dispuesta a cuestionar su propio estilo de vida y pensar en posibles maneras de reducir drásticamente el consumo de materias primas en la Unión Europea.