Escribo estas líneas en otra ciudad, en otro país, que no son los mismos en los que vivía cuando empezó la pandemia.
Escribo estas líneas en una casa en la que no vivía desde hace quince años. Escribo estas líneas en otra ciudad, en otro país, que no son los mismos en los que vivía cuando empezó la pandemia. Escribo estas líneas mientras mis dos hijos pequeños; uno de cinco meses y otro de cuatro años; duermen y mi exmarido se encuentra a 1872 kilómetros de mi persona. Huí o, mas bien, decidí empezar de nuevo, pues no salí de noche de mi excasa, sino a pleno día y con todos los papeles firmados.
La pandemia no es la responsable de que yo haya huido de la ciudad en la que viví cinco años y del país donde residí 14. La pandemia solo aceleró o limpió el cristal de una verdad que era difícil de aceptar: mi relación estaba rota y yo era víctima de abuso verbal y psicológico. Había mordido el señuelo de la violencia y la reproducía. No soy inocente, una nunca lo es, las relaciones suelen ser de al menos de dos personas. Sin embargo, no me responsabilizo del horror.
Todo se remonta a febrero, al día siguiente de mi cumpleaños, cuando organicé una lectura de obra para celebrar mis 40 años. Fue un momento dichoso, honestamente dichoso, rodeada de amigas y amigos, que se vio empañado por una noticia horrorosa, una noticia que partió mi vida en dos, una noticia que no deseo que ninguna madre reciba: mi hijo de cuatro años me dijo el domingo 9 de febrero de 2020 que su abuelo paterno lo había tocado indebidamente. Yo le creí.
Embarazada de cuatro meses fui y pedí ayuda a la Secretaría de la Mujer del estado donde estaba viviendo y el miércoles 19 de febrero conciliaba verbalmente (lamentablemente no penalicé el caso, aunque ya sabemos que en México la impunidad es la reina de los procesos legales) con mi exsuegro su compromiso por no volver a ver ni acercarse a mi hijo.
Ese compromiso se rompió en complicidad con mi expareja el sábado 7 de noviembre, el susodicho señor y su esposa tuvieron acceso a mis hijos en cuatro ocasiones. Un abogado nos redactó un convenio familiar y el 30 de noviembre salí de mi excasa con dos hijos, tres maletas, mucha incertidumbre y un puñado de esperanzas.
La pandemia
El sábado 22 de febrero iba a salir de México por la situación crítica antes expuesta pero cedí a las lágrimas de mi entonces compañero, quien aseguró que éramos una familia para luego negarlo meses después. No me arrepiento, mi segundo hijo nació el viernes 17 de julio en México. Era importante. Fue importante que su padre estuviera en la cesárea y en los primeros días de su vida.
Ese día de febrero también fui a urgencias al seguro social (al que tenía derecho por el padre de mis hijos no por mi trabajo independiente), tenía una infección en las vías urinarias que volvía en ese momento el embarazo de riesgo. Previamente, en la universidad donde trabajaba, me habían colocado en el tercer piso a dar clases, sin ascensor, lejos del baño.
Renuncié a mi trabajo, quería viajar y estar con mi familia pero decidí quedarme y reposar, lo cual se convertiría en imposible por mi hijo de entonces tres años y ahora de cuatro. Quienes lo conocen saben que tiene una energía cinética inconmesurable.
Antes del 21 de marzo, cuando cerraron las guarderías tuve cierta calma, pude descansar en las mañanas y conectarme con el cuerpo que crecía dentro de mí, pero fue un parpadeo, si bien, la memoria es selectiva, esos días se escapan de mi recuerdo. Sé que fueron días tranquilos y recibí a dos de mis mejores amigas y un matrimonio amigo que nos cocinó pollo y arroz. Sentía culpa, no sé si por quedarme, por haber renunciado a mi trabajo o por el origen de gran parte de la crisis: celebrar mi cumpleaños con marido y amigos y dejar a mi hijo al cuido de sus abuelos paternos como lo hice varias veces. Culpa por no tener el don de la ubicuidad. Culpa judeocristiana atormenta madres.
Abril, mayo y junio fueron meses complicados. Como leona enjaulada. Yo solo quería estar acostada y dormir, bueno, ese es un sueño que siempre tengo y pocas veces se me cumple. Al contrario, tuve que estar encerrada con mi hijo de cuatro años y hacer con él las tareas que le dejaba su maestra y en las que su padre apenas participaba. De todas las cosas que recuerdo que me estaban pasando en esos días, muchas de gravedad, la tarea se me hacía lo más titánico, lo que más de malas me ponía, no solo porque el niño a veces se resistía, sino porque había que pasar tomando videos y fotografías como “evidencias” y enviándolas.
Me sinceré con la maestra y llamé a semejantes peticiones “tortura”, logré que nos bajaran un poco la carga, pero realmente los paladines de la educación pública mexicana ignoran nuestras tribulaciones como madres de familia. De 28 alumnos, llegamos a conectarnos solo tres y la maestra no se daba por aludida a los señalamientos de mi repulsión por sus métodos. Todavía maldigo esos días, cómo se les ocurre que las mujeres a cargo de los hogares vamos a lograr mantenernos con vida a nosotras y a nuestras familias, hacer trabajo del hogar, trabajo remunerado y recopilar las evidencias del trabajo en línea de los niños. En mi caso, estaba también gestando y trataba de mantener ocupado a mi hijo mayor, llevarlo de paseo al estacionamiento de la colonia, lo cual se convirtió en nuestro único esparcimiento al aire libre.
En marzo, abril y mayo no me realicé ultrasonidos por la misma contingencia. Ya en junio y, con toda la paranoia adquirida en los medios de comunicación, me vestí como Robocop con careta y todo y, llorosa, acudí al hospital privado a visitar a mi ginecóloga. Todo estaba bien, todo estuvo bien hasta que ya entrado el mes de julio nos dimos cuenta que, otra vez, mi deseo de tener un parto natural no sería posible porque el líquido se me agotaba.
*
Hijo, entré al quirófano y me acosté. Me puse en manos de la cirujana, el pediatra, tu doctora, doula y guardiana del nacimiento, el anestesiólogo, el instrumentista y el asistente. Colocaron una tela azul que separaría mi vista de los detalles de la incisión por la que saldrías de mi vientre. Sin embargo, lo vi todo porque la sangre y mi vientre abierto se reflejaban en la lámpara del quirófano.
Antes de empezar, llegó el miedo y el llanto, tu progenitor tardó un momento en entrar al quirófano porque tuvo que colocarse el traje, el gorro y la mascarilla pero, cuando tomó mi mano izquierda, sentí que podíamos atravesar juntos el umbral. Me agarré de sus ojos que nunca nos soltaron, no compartimos más gestos porque todos llevábamos tapabocas. Vino la anestesia raquídea y epidural, el temor más grande de mis dos cesáreas, con todo y su catéter epidural, un aguijón punzante que atraviesa el inicio de la columna. Una picadura terrible pero necesaria para poder conocerte.
La doula nos colocaba, a tu padre y a mí, aceites esenciales en el rostro, la calma y las lágrimas me llegaban y me abandonaban, ella me preguntó qué canción quería escuchar y yo elegí solo una que se repitió tres veces antes de oír tu llanto: el Gayatri Mantra por Deva Premal y Miten, la canción que más relaciono con la divinidad.
“oṃ bhūr bhuvaḥ svaḥ
oṃ tat savitur vareṇyaṃ
bhargo devasya dhīmahi
dhiyo yo naḥ pracodayāt”.
“Meditamos
en el Señor Cósmico (de luz)
para que aquella Luz del Alma
nos abrace
y alerte nuestras voluntades”.
Naciste a las 8:47 a.m. mientras yo cantaba el mantra, los doctores hablaban de cosas más mundanas y yo lloraba y te gritaba que te amaba y eras bienvenido. Tu padre no cortó el cordón, lo hicieron los médicos porque traías una circular alrededor de tu cuello. La doctora suspiró porque llegábamos en el momento justo, ya no quedaba ni una gota de líquido amniótico. Te pusieron en mi pecho para que succcionaras el calostro y yo lloraba de alegría mientras cosían mi carne. Ya nada me dolía. Los segundos más largos fueron entre tu salida del útero y tu llanto pero, desde que lloraste, todas las medidas y chequeos han sido exactos y perfectos. Habías nacido sano y con todos los dedos completos. Solo eso deseaba.
*
Ahora mis hijos y yo estamos en una ciudad y en un país distinto al inicio de la pandemia. Ayer tuve un “burn out” de crianza. Estoy muy cansada. Me aferro a una frase de Rilke: “Ten paciencia con todo aquello que no has resuelto en tu corazón, y trata de amar las preguntas”. Elegí estar con mis hijos y sin mi expareja, protegerlos, criarlos, el dolor de dicha decisión se afinca en mi espalda. Pido a la gente que no se olvide de las que criamos y cuidamos en confinamiento. De las que escapamos de la violencia machista y de las que todavía no lo han hecho. Estemos ahí, presentes, sin juzgar, tejamos la red que las ayudará, como a mí, a salir.