Las casas de San Miguel Los Lotes, en la aldea El Rodeo, Escuintla, Guatemala; quedaron sumergidas bajo flujos de rocas y cenizas ardientes. Los sobrevivientes a la erupción del volcán de Fuego buscan a sus familiares y tratan de rescatar sus objetos personales un día después de la tragedia.
Las casas de San Miguel Los Lotes, en la aldea El Rodeo, Escuintla, quedaron sumergidas bajo flujos de rocas y cenizas ardientes. Los sobrevivientes a la erupción del volcán de Fuego buscan a sus familiares y tratan de rescatar sus objetos personales un día después de la tragedia.
Eufemia García Ixpatán tiene el rostro desencajado. Mira sin mirar, con los ojos clavados en algún punto del suelo arenoso, sobre el que caminan socorristas, bomberos, policías. Con los brazos cruzados y los labios temblorosos, espera alguna noticia, buena, o mala, que la saque de la incertidumbre.
Hace 19 horas, a la una de la tarde del domingo 3 de junio, Eufemia notó algo extraño en el volcán de Fuego. Acostumbrada a su frecuente actividad, le pareció raro que ese día expulsara aún más humo y cenizas de su cráter. Se lo comentó a un vecino, que se rió de su ocurrencia.
Dos horas más tarde, Eufemia García Ixpatán salía de su casa con sus dos hijas y su esposo para ir a “la tienda del callejón”, a pocos metros de su vivienda. Los ruidos confirmaron sus sospechas. Cuando giraron sus cabezas hacia arriba, vieron la avalancha de cenizas y piedras. “¡Corran!”, les gritó Eufemia. Ella y su esposo salieron disparados. Apresuradamente, sin tiempo apenas para pensarlo, sus dos hijas decidieron guarecerse en un lugar conocido, próximo a donde estaban: la casa de su abuela. Eufemia siguió gritándoles: “¡Sálganse de ahí! ¡Váyanse!”.
Lo siguiente que recuerda es la mano de su esposo jalándole del brazo. “Nos metimos entre los árboles y llegamos hasta aquí”. Eufemia señala un punto indefinido, en la entrada de la aldea de San Miguel Los Lotes, uno de los lugares soterrados por la actividad del volcán de Fuego.
Ahora, espera. Espera con los ojos acuosos y la mirada perdida. Dice que entre sus hijas y su hijo, sus hermanas, sus hermanos, su nieto, su madre y sus sobrinos son unos 20 familiares de los que aguarda, impaciente, alguna noticia. Lleva 17 horas rezando, pidiendo, llorando, esperando.
Escena del horror
Subir la carretera desde El Rodeo hasta San Miguel Los Lotes es enfrentarse al preludio de la catástrofe. La ceniza gris, que oscurece los árboles y matorrales. Las gallinas y pollos que picotean el suelo desorientados. Los globos de colores todavía inflados, manchados de arena, y las girnaldas de una fiesta de cumpleaños de domingo colocados en una terraza. La casa con la puerta abierta y los muebles ennegrecidos. La ceniza, las piedras, las rocas, las ramas, todo hecho un engrudo que riega el lugar donde horas antes había asfalto. El piso humeante. Los rostros inanimados. Los cadáveres formados en una hilera.
Ahí se detiene la subida. “Está prohibido continuar”. Las palabras las dice un bombero voluntario, alto, vestido de naranja, con dos excavadoras a cada lado. ¿Por qué?, increpan algunas personas. “El piso quema” es la respuesta. A esta altura, está a unos 80 grados centígrados. Conforme van subiendo, la temperatura llega a unos 200 grados capaces de fundir un calzado poco adecuado y abrasar unos pies desnudos.
Los vecinos y los demás rescatistas improvisan una ruta a través del patio de una casa. Caminan sobre un sendero hecho de láminas, troncos de madera y blocks de cemento. —“Pise en block, que el calzado no aguanta”—. El sendero pasa por detrás de las viviendas de la calle principal. Al otro lado, campos arrasados por la polvareda ardiente. Las casas están teñidas de gris. —“Traigan una pala, que de esta está saliendo humo. Se está empezando a incendiar”.
El corto e improvisado camino termina en un árbol ceniciento. Detrás de las hojas, la escena del horror. Sobre un puente, unos ocho bomberos intentan sacar un cuerpo de debajo del guardarrail de la carretera. Al inicio solo se ven unas piernas, que fácilmente se confunden con las ramas de un árbol caído. Tiesas, teñidas de gris.
“Cuidado, que ahí están muy a la orilla”, dice el bombero a cargo de la operación a uno de sus compañeros. “Cuidado”, le repite, esta vez con la voz más potente. Con cada paso en falso, varios kilos de ceniza caen bajo el puente. Después de algunos minutos de forcejeo con la bionda, los rescatistas logran retirar el cuerpo. Apenas se distingue si es hombre o mujer. Sus piernas se confundían con ramas porque el cadáver no tiene pies. Parecen haber sido arrancados de cuajo.
Debajo de esa escena, sobre unos tablones, algunos vecinos pasan de un lado a otro, sorteando la lluvia de ceniza. Uno carga un perro, con las patas calcinadas. Otro lleva un hatillo hecho con una colcha de cama. Un tercero, una bolsa de azúcar en una mano. En la otra una bicicleta rosada. Con la frente llena de sudor y unos ojos de desesperanza, mira a un grupo de hombres que le observan. “A Otto no lo encontramos, vos”, le dice a uno de ellos.
Este tercer hombre es William Chávez. El Otto del que habla es su hermano, Otto Chávez, que estaba en su casa con su pareja y sus hijos en el momento de la erupción. William vive en Ciudad de Guatemala y llegó a San Miguel para buscarlos. “No logramos verlos porque todo estaba cubierto con ceniza”, lamenta.
A William lo acompaña Carlos Augusto Santizo, un vecino de la aldea. El domingo por la tarde estaba descansando, acostado en el sofá de su casa. “A las tres menos cuarto le pedí a mi hija que fuera a comprar tortillas. Al salir, vio que estaba lloviendo ceniza”, cuenta. Carlos se salvó por pocos metros. Vivía en la entrada de la aldea y les dio tiempo de salir. Minutos después, la primera planta de su casa de dos niveles quedaba soterrada.
Un grupo de personas pide permiso. “Van a traer cuerpos”. Los bomberos empiezan a sacar por el patio de la primera casa lonas de color azul y verde, con bultos dentro. Algunos traen pequeñas colchas, pedazos de tela colgados de la mano o entre los brazos. Son niños, niñas, bebés que han ido apareciendo entre la ceniza todavía caliente.
Fuera, un picop de la Policía Nacional Civil (PNC) va cargando los cadáveres conforme van llegando. Los llevará a la morgue, en Escuintla.
Un cordón policial separa a los vecinos de las personas encargadas de los operativos de rescate. Efraín Suárez, un hombre de 60 años cuenta detrás del cordón cómo muchos de ellos nunca habían previsto una catástrofe así. Sobre una libreta, hace un pequeño croquis con el que explica lo sucedido. “La ceniza siempre va por el cauce del río, pero esta vez venía tanta, que el puente hizo tope. Era una avalancha de pura ceniza”. Efraín asegura que un amigo suyo logró escapar en una motocicleta: “Iba a 80 kilómetros por hora y llevaba la avalancha a unos 20 metros detrás de él”.
En un instante, uno de los bomberos alerta al grupo. Sus ojos estallan de miedo. En sus labios se dibuja una medio sonrisa de nervios. “Bajan corriendo”. “¿Qué?”, responde un hombre. “Que bajan corriendo. Hay un grupo que baja corriendo. Dicen que viene la lava”.
Cuatro, cinco segundos que parecen minutos de miradas de pánico. “Evacuen. ¡Evacuen!”, dice un trabajador de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred). Comienza la estampida. “¡No! Despacio. Como lo practicamos”, grita alguien. Pero la consigna es difícil de seguir.
“Que viene la lava” o “Ya viene la lava, no se queden aquí”, no son frases que, pronunciadas por las autoridades, inviten a la calma. Algunas personas corren a zancadas. Otras, confundidas, miran hacia atrás. Pero es difícil identificar si la polvareda se debe a una nueva corredera de ceniza o a los vehículos, que aceleran con furia.
Sobre un picop de la PNC, Eufemia comienza a llorar. “Mi esposo. Mi esposo se quedó ahí arriba”. Unas vecinas tratan de consolarla. “No se preocupe, todos están bajando”. Eufemia, que aunque no lo diga sospecha que perdió a casi toda su familia, se aferra a la única persona que le queda a su lado. Más adelante, unos dos o tres kilómetros abajo, se encontraría con su esposo. Al igual que ella, la mirada perdida, los ojos acuosos, pensando en la familia que dejaron atrás.
La calma llega al fin, durante varios minutos. Unos policías cierran con cordón amarillo la subida a San Miguel Los Altos. Una media hora después, abrirían de nuevo el paso, para que rescatistas y vecinos subieran a continuar el trabajo de búsqueda. El acceso a los periodistas comienza a restringirse. Una segunda explosión en la mañana del lunes anuncia otro posible deslave y la seguridad no está garantizada.
Los albergues, la morgue, la espera
En el centro de Escuintla, un instituto de educación básica hace de albergue improvisado. Según personal de la Conred, es el único que tiene espacio en el municipio. El salón municipal y las iglesias ya están en su límite. A las 10 de la mañana del lunes, el Instituto Nacional Mixto de Educación Básica Simón Bergaño y Villegas contaba con 208 albergados y una capacidad para 800 personas. La Conred informó a las seis de la tarde que entre los diez albergues habilitados en Escuintla, el de Santa Lucía Cotzumalguapa y el de Alotenango, en Sacatepéquez, se albergaron a 1,877 personas.
En la puerta del instituto, varios listados registran a las personas que se encuentran alojadas en el lugar. La mayoría vienen de aldeas, caseríos y colonias de El Rodeo que fueron evacuadas por la tarde y noche del domingo.
Las aulas del instituto sirven hoy como despensa. En el salón S2 hay bolsas de agua, pan y jamón. En el S3, montañas de ropa que unas voluntarias se afanan en ordenar. En el S4, jabón, shampoo, comida, jugos, agua embotellada.
En otro espacio, a un lado del patio de recreo, un grupo de mujeres entretiene a las niñas y niños más pequeños con canciones infantiles y juegos.
Sentados en unas gradas, Tereso García Ixpatán y Floridalma Méndez Rivas dan sus datos a unas trabajadoras de la Procuraduría General de la Nación (PGN). También describen a sus hijas, a sus hijos y a sus nietos. El domingo por la tarde se quedaron en sus casas, en San Miguel Los Lotes.
Tereso se fue a trabajar por la mañana, y a mediodía bajó con su esposa y con una de sus hijas a Escuintla para comprar comida. Cuando quisieron regresar, se enteraron de que estaban desalojando la zona. “Tengo otras dos hijas que no sé nada de ellas. Seis nietos. Y mi mamá, que tampoco sé dónde está. Mi nieta más pequeña tiene dos años, es así de pequeña —dice señalando a una niña que camina por el centro educativo—. Muy juguetona”.
Enfrente de la pareja, una mujer y su hija preparan comida. Gloria García tiene 49 años. Vive en la Colonia Santa Rosa, en El Rodeo. “Como a las cinco nos desalojaron —relata—. Nos empezó a caer toda la ceniza caliente. Se estaba subiendo el vapor”. Ni a Gloria ni a su familia les dio tiempo a sacar nada de su casa, a la que asegura, no llegaron los flujos piroclásticos.
— Si su vivienda no está afectada, ¿volverán a residir en ella? —se le pregunta.
Gloria no lo piensa mucho.
—Creemos que podemos regresar ahí, porque nuestras casas no se destruyeron.
—¿A pesar de la inseguridad?
—Ese es el temor ahorita. Que vuelva a pasar. Pero no tenemos para dónde más ir.
Esto lo confirma Douglas Osorio, coordinador del área de recuperación de la Conred, que camina, libreta en mano, de una esquina a otra del albergue. “Se van a devolver a sus casas hasta que termine la alerta. Volverían a lugares inseguros, sí, pero esto es algo que habrá que evaluar”, expone.
Por ahora, no hay promesa ni visos de que a estas personas se les vaya a ofrecer un lugar seguro al que trasladarse. Espera e incertidumbre, es lo único con lo que cuentan por el momento.
A unos pocos kilómetros del albergue, en la morgue del Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif), los cuerpos se van acumulando. A un costado del lugar, en la Escuela Normal Intercultural, la Cruz Roja Guatemalteca levantó un centro de atención psicológica para las personas afectadas.
Conforme va llegando, la gente hace una fila para ser entrevistada por personal de Inacif, que les pide los datos y características físicas de sus familiares y amistades. Después, de nuevo, la espera. Confirman si están en el listado de fallecidos o en el de personas trasladadas a hospitales. Si no se encuentran en ninguno, integran una tercera lista, la de los desaparecidos de la Cruz Roja, que el lunes a primera hora de la tarde llegaba casi a los 100 nombres, aunque la Conred todavía no cuenta con datos oficiales.
Rosario Borrayo Marroquín es una de estas personas. Tiene 62 años y busca a su nuera, a su nieta y a su consuegra. Su hijo estaba en la casa con ellas, en San Miguel. Logró salir a tiempo, pero su esposa, su hija y su suegra se quedaron adentro.
En el patio de la escuela, nueve personas hacen catarsis en grupo. Cuentan historias de terror.
—Busco a mi nena, solo tiene dos meses.
—Pues a él no le quedó nadie. Todos en su familia murieron.
—Mi papá se quedó agarrado a un poste. Cuando sintió, ya se le vino todo encima.
En la sala de apoyo psicosocial, una mujer se rompe de dolor. El eco de su llanto retumba en el pasillo. Fuera, en la entrada, algunos hombres y mujeres contestan el teléfono o hacen llamadas con lágrimas en los ojos. Dan malas noticias. “La Luvia, se murió”. Elder de Jesús Vásquez Milián habla con su jefe. “Si me pudiera ayudar, ya que todos mis documentos se los llevó la lava”.
Elder se enteró de la muerte de su esposa Luvia, de su hijo Jorge, de su hija Helen y de sus tres nietos Rony, Sheila y Larry por una publicación en la prensa. “Ni siquiera vi sus nombres. Solo la foto vi. Pero está claro que eran ellos”, cuenta con lágrimas en los ojos. Elder vivía de cultivar la milpa, pero “todo se perdió, ni eso quedó”.
En el centro de apoyo, las historias como las de Elder y Rosario abundan. Decenas de personas aguardan su turno. No dejan de llegar.
Arriba, en San Miguel Los Lotes, los rescatistas continúan descubriendo cuerpos dentro de las casas, en lo que antes era una calle, entre metros y metros de escombros. El trabajo se suspende con la llegada de la lluvia, alrededor de las tres de la tarde. Ayer sumaron 65 personas fallecidas.
En conferencia de prensa, a las ocho y media de la noche, Sergio Roberto García Cabañas, secretario ejecutivo de la Conred, admitía que ignoraban el número de personas desaparecidas. Aún así, aseguraba que seguirían con las labores de rescate “hasta encontrar a la última víctima”. “Vamos a peinar el área las veces que sean necesarias”, concluía.
Una nota de Plaza Pública Guatemala.